
Dime: ¿los muertos lloran a los vivos?
Compartimos con ustedes las palabras de despedida al joven poeta Ignacio Aru (1999 -2025) escritas por su gran amiga Fadir Delgado:
Dime: ¿los muertos lloran a los vivos?
Para Ignacio Aru
Ayer, luego de tu partida, tembló. Se sintió fuerte. Yo estaba en una ensoñación de esas que hablaba Bachelard, ¿recuerdas? Pero esta ensoñación era dolorosa, y la tierra se movió de repente.
Dime Ignacio, ¿tú hiciste temblar la tierra? ¿Fuiste tú?
Quiero decirte que este texto estará lleno de tu nombre.
Ahora voy de camino a Bogotá. En algún momento hablamos sobre la posibilidad de que me acompañaras en este viaje, ¿te acuerdas?, pero decidiste ir a México, y al llegar allí me mostraste un vídeo de la habitación del hotel.
Hace poco te dije en un arrebato, en medio de tanto, que quería irme de Costa Rica, que regresaría a Bogotá.
“Este país es nada sin vos, Fadir, me respondiste”.
A ti te encantaba esta ciudad. Lo sé.
“Debiste amar mucho a Carlos para irte de aquí.” Eso dijiste cuando caminamos por La Macarena.
Te llamo Ignacio, porque no te gustaba que te dijera Aru.
“No, Fadir, vos decime Ignacio.”
Digo Ignacio y este texto se llena de Ignacio, casi como si tu nombre se hiciera agua.
Si lo lees, me dirías: “Fadir, como vos misma afirmás, hay demasiado ruido.”
Pero aquí las palabras son todo tú, Ignacio.
No hay lugar para un nombre más. Tu nombre lo ocupa todo.
Entonces, lo repetiré y lo repetiré.
Atrasaste tu viaje a México para estar con nosotros el domingo, en el cumpleaños de Fausto.
¿Recuerdas que Fausto cumple años, hoy 22 de agosto?, y tú te fuiste ayer 21, y yo te envié mensajes toda la primera parte del día. Yo siempre te llamaba, y tú siempre estabas, Ignacio.
Mucha gente decía que tú eras como otro hijo para mí, y sí, tal vez tenían razón.
Pero a veces te convertías en un león para defenderme. Tú me protegiste, Ignacio, hasta pocas horas antes de tu muerte. A veces te enojabas y me decías: “Lo siento, Fadir, pero ahora sí me van a escuchar.” Y te enfurecías. Yo te tomaba del brazo e intentaba calmarte. No vale la pena Ignacio, te decía.
Si de verdad hubieras dicho lo que querías decir, habrías incendiado todo.
En tu último texto público de despedida, hiciste un homenaje a nuestra amistad.
Quisiste dejarme protegida hasta en tu muerte.
Lanzaste una sentencia.
Yo la leí, Ignacio. ¿Recuerdas?
Dime que sí.
Me llamaste cuando estaba en el restaurante Ninot y te dije gracias por esas palabras.
Gracias, ¡qué estupidez!
Esa no era la palabra, Ignacio, pero aún no sé cuál es la palabra, ¿me la dices?
Dímela por favor.
Mi amigo Paul Brito me ha dicho que te hable, y Mauricio y Eugenia me dicen que han hecho lo mismo con Camilo, que hace bien.
Por eso te hablo.
Te dije que esa publicación no merecía cualquier respuesta, que iba a escribirte al día siguiente. Cerré el mensaje expresándote que te quería, y que encontrarnos en la vida había sido una de las cosas más hermosas.
Está grabado. Lo dije. Y agradezco haberlo dicho.
¿Por qué no me dijiste que no estarías luego?
Dime algo: ¿los muertos lloran a los vivos?
¿Tú me estás llorando, Ignacio, así como yo te lloro desde este lado?
Dímelo.
No, no te voy a regañar. Esta vez no.
Decías que yo te regañaba mucho, y luego me abrazabas, y yo lo hacía también.
Al otro día te respondí, pero tú no leíste ese mensaje, Ignacio. Ya estabas muerto en un hospital y no escuchaste mis llamadas.
Te pregunto de nuevo: ¿los muertos lloran a los vivos?
¿Tú me estás llorando, Ignacio, así como yo te lloro desde este lado?
Dímelo.
Quiero contarte que Carmen Nozal reconoció tu cuerpo.
Nos llamó cuando lo hacía, y te vi a través de ella, Ignacio.
Yo te vi. Estaba con Mauricio y Eugenia en casa.
Ellos fueron inmediatamente a vernos cuando lo supimos todo.
Ellos te adoraban, y me quieren mucho, Ignacio. Tú lo sabes.
Te lo digo, porque sé, que te interesaba que yo estuviera rodeada de gente que me quisiera.
Una vez me dijiste: estamos solo los dos. Estamos solos, Fadir.
Pero viste, los amigos están, siempre han estado.
Ignacio, no estábamos solos.
Te recordamos a ti y a Camilo en la casa de la playa.
Yo estuve allí cuando tú y Camilo vieron el mar por última vez.
No puedo recordar el primer momento en que vi el mar, pero sí puedo recordar la última vez, que tú y Camilo lo vieron.
Contigo vi a Camilo en el ataúd, yo tenía miedo, Ignacio, pero tú me llevaste de la mano hacia el cuerpo de Camilo, y lloramos juntos, allí en frente de él.
Te dije que desde la muerte de mi abuelo no había visto un muerto.
Tú me abrazaste.
Luego de camino, de regreso a casa, comenzamos a hablar de la muerte y yo te conté a ti y a Lex la manera en que quería ser despedida. Y se rieron.
Se reían de mi forma de pensar la muerte, y yo también me reí.
Ahora recuerdo, que nunca les pregunté a ustedes la manera en que desearían ser despedidos.
¿Cómo lo iba a hacer, Ignacio? Ustedes tan jóvenes… si lo más lógico era que ustedes me despidieran a mí, pero la muerte no entiende de lógicas, lo sé.
Eso dirías. No lo dijiste.
Luego vino esa risa que podría ser llanto.
Ustedes regresaron a la funeraria. Y me ponías mensajes todo el tiempo y me decías: aquí estamos Fadir, aquí estamos. Yo te escuchaba, siempre te escuché.
Te lloro, Ignacio, lloro tu voz, tu poesía, la forma que tenías de reírte, tus lecturas en voz alta, tu manera de contradecir mis posturas poéticas, de retarme, de decirme así, con una voz que alarga las palabras: Nooo, poetaa, eso no es asíí, poetaa.
Te lloro todo.
Te pregunto de nuevo: ¿los muertos lloran a los vivos?
¿Tú me estás llorando, Ignacio, así como yo te lloro desde este lado?
Dímelo.
No solo hago un duelo.
Hago el duelo por tu voz, hago el duelo por tu poesía, hago el duelo por tus palabras, hago el duelo por tu risa.
¿Cómo se puede llorar tanto?
¿Tú no lo sabes, cierto?
Yo tampoco, Ignacio. Yo no lo sabía todo.
Nosotros simulábamos saber tantas cosas, jugábamos a ser eruditos.
La última vez tuvimos en casa una discusión sobre La Diosa Blanca.
Yo conocí La Diosa Blanca por vos, me decías.
¿Dime ahora con quién juego a eso?
Competíamos para saber cuál traducción era mejor. Luego me dijiste al final de ese día: qué buena conversación tuvimos sobre poesía, ¿verdad, Fadir? Debimos grabarla.
Dime: ¿los muertos lloran a los vivos?
¿Tú me estás llorando, Ignacio, así como yo te lloro desde este lado?
Dímelo.
¿Lloramos los dos, Ignacio?
Lloramos tantas veces juntos.
Ahora también lo podemos hacer.
¿Lo hacemos?
Cuando te quedabas en casa y te preguntaba ¿cómo amaneciste?, me decías: “con los huesos brillantes.”
Te encantaba citar mis versos. Ese hacía parte de un poema reciente que había escrito y, que ya te había leído, porque siempre nos leíamos. Esa línea se te grabó y la repetías…
Hace unas semanas te pedí que me tradujeras una reseña mía al inglés que necesitaba para un encuentro de poesía.
Estabas feliz con ese encargo, y como me querías tanto me decías: qué honor hacer esto para una poeta como vos.
¿Recuerdas cuando nos quedamos en la casa de playa de Mauricio y Eugenia, y comenzamos a caminar por los alrededores? Escuchamos que nos gritaban: ¿para dónde van?
“Van directo a la selva” ―dijo Mauricio.
Entonces, nos reímos.
Casi nos perdemos en la selva.
¿Cómo será perderse en la selva, Ignacio?
Ya no lo sabremos.
En ese paseo nunca olvidaré que cantamos “Ne me quitte pas” de Jacques Brel, en el karaoke del ferry de Playa Naranjo.
Nos tocó cantar de últimos cuando todos estaban desembarcando.
Carlos bromeó, y nos dijo: “Espantaron a todo el mundo”.
Siempre cantábamos esa canción.
¿Ahora con quién lo haré?
Ne me quitte pas, Ignacio.
Ne me quitte pas, Ignacio.
Cuando te llamé el 21 de agosto no me contestabas.
Te puse este mensaje: ¿Dónde andas, necesito contarte algo bonito?
Nunca contestaste.
No te pude decir que había hablado con Héctor Hernández y que me encontraría con él en Bogotá.
Eso era lo que deseaba contarte.
Tú lo querías tanto Ignacio, y sabía que eso te haría feliz.
Y yo deseaba siempre hacerte feliz.
Aquí lloro.
Y de nuevo pregunto: ¿los muertos lloran a los vivos?
¿Tú me estás llorando, Ignacio, así como yo te lloro desde este lado?
Dímelo.
¿Estamos llorando, Ignacio?
¿Este llanto lo hacemos juntos?
No me dejes sola llorando, por favor.
Llora conmigo, como lo hicimos tantas veces.
Siempre te reías por la forma en que te conocí. Tú me dijiste que ya me habías visto antes, en el teatro Melico Salazar. Luego fui a un evento donde me dijeron que leería un joven que había ganado Premio Nacional de Poesía de Costa Rica. Y cuando te escuché leer pensé que eras tú.
Carlos me sacó de mi confusión, y entonces le dije: pero este chico es demasiado bueno, tiene una voz poderosa y me acerqué a ti, para nunca más separarnos.
Te dije que colaboraba con La Raíz Invertida, una revista de Colombia y que quería publicarte.
Te pusiste feliz.
“Nunca he publicado” ―me dijiste.
Me enviaste unas horas antes de morir, el último poema que escribiste.
El texto llegó con la dedicación: “a Carlos, a Fadir, a la Generación Fáustica”.
Ese nombre lo pusiste tú. Te gustaba.
Generación Fáustica suena lindo.
Los chicos te quisieron mucho Ignacio. Ellos también te amaban.
Aquí están todos: Lovesun, Lex, María, Bayron y Josué.
Aquí lloramos juntos.
Pero te pregunto otra vez: ¿los muertos lloran a los vivos?
¿Tú me estás llorando, Ignacio, así como yo te lloro desde este lado?
Dímelo.
Ahora voy en este avión hacia Colombia, hacia la poesía.
Tuve que ir al baño para llorar en medio del aire.
Yo te lloré en el aire… tal vez es la manera en que puedas escucharme.
¿Me escuchas?
¿Estás aquí arriba?
Lloré en el baño del avión y me comí el dolor, un dolor que no conozco.
¿Tú lo conoces? ¿Me hablarías de él?
Voy en este avión porque una vez me dijiste: pase lo que pase, no pares, Fadir. No permitas que ni yo ni los otros detengan tu poesía.
Voy por ti, Ignacio.
Contigo conocí una lealtad que no sabía posible.
Nunca te apartaste.
En ese texto final hacia mí, le reclamaste a quienes insinuaron que no tenías criterio propio, a esos que te cuestionaban por tu infranqueable lealtad hacia mí.
Ojalá, hubieran tenido razón, de que no tenías “criterio propio”, así tal vez, me habrías
hecho caso.
Pero no me escuchaste, no hiciste caso. Nunca lo hacías.
Y yo te quería así, Ignacio.
Voy en este avión, voy como ese verso tuyo que tanto me gustaba: Mayo pasa lento y voy desnudo.
Agosto pasa lento, Ignacio, y voy desnuda.
Fadir Delgado
Bogotá, 23 de agosto de 2025