Revista Latinoemerica de Poesía

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Elisa Díaz Castelo: Principios de incertidumbre



Elisa Díaz Castelo: Principios de incertidumbre

 

La poesía de Elisa se puede definir como principios de incertidumbre. Su lectura es una serie de preguntas que se van generando en el inconsciente sobre cada uno de los temas que alrededor de sus páginas se van desgranando: la muerte, la enfermedad, el amor, el engaño. Temas que son universales en la literatura, pero que en los poemas de Elisa se van configurando en una relación de ciencia y vida. En este punto es donde la habilidad de su creación entra en juego, ya que usa un lenguaje técnico con palabras propias de la medicina, las ciencias u otras artes que le permitan desacralizar la poesía. 

Elisa se vale de todas las herramientas que la literatura nos proporciona para realizar textos híbridos, conversacionales e intimistas sin caer en el romanticismo de la poesía más clásica de Latinoamérica. En sus poemas leemos una historia, son narrativos, hay diálogos, agrega pasajes que fácilmente podrían ser un ensayo, pero que no pierden su asombro poético. 

Sus libros son circulares, cada poema funciona de manera independiente pero la fuerza está en la construcción, la atmósfera y la reflexión que todos unidos nos ofrecen. De su obra aprendemos que la buena poesía puede ser reflexiva, racional sin perder esa fuerza visceral. Que un tema específico puede ser un ancla o un eje para la creación - investigación y que el método científico también puede ser utilizado de manera apropiada en la poesía. 

Queremos compartirles una breve selección de sus poemarios El reino de lo no lineal, Proyecto Manhattan y Planetas habitables. Si desean ahondar o leer algunos poemas de su primer libro Principia en el siguiente artículo pueden encontrar una selección de ellos: https://www.laraizinvertida.com/detalle-2792-elisa-diaz-castelo-



I

 

Vine a morir un día de alta mar en Aruba 

con las aletas y el esnórquel puestos.

Supe que me moría. No hay peor dolor

que el miedo, hay que decirlo. 

Por lo demás, no pude despedirme. Ni siquiera

del cuerpo. De pronto siempre es tarde.

Quise gritar pero el agua me calló la boca.

Desde entonces en un oído escucho, 

aunque esté en el desierto, oleaje del Caribe.

Y hasta mi nombre, Celso,

se me ha salado un poco. 

 

Quiero decir dos cosas. Primero:

todos los ahogados en el mar mueren de sed. 

Punto y aparte. El tiempo, allá mismo,

en el anverso, es pura orfebrería.

Me levanté del cuerpo

como un niño aletargado de su cama

y me miré desde arriba metido en el oleaje.

Supe entonces que somos tan ligeros: 

pesamos menos que el agua salada. 

 

Me distraigo. Eran dos cosas

que quería decirles. Primero:

la muerte es multitud. Desde arriba

pude mirar, extraña aparición,

a los demás ahogados,

todos ahí, devueltos a su muerte,

acróbatas del agua y del respiro,

llevados por la lengua ávida del mar. 

Cada uno una y otra vez, durante siglos, 

atravesado por el acto siempre ajeno de morir, 

empedernidos en su muerte o resignados,

pero todos muriendo, hay que decirlo,

con la muerte en cuello,

rebosando su sal en los bolsillos. Entonces

soy uno de ellos, casi,

soy por poco alimento, tibio todavía, 

y me pregunto: ¿qué pez se comerá mi corazón? 

 

Pero no me morí 

lo suficiente: mi nombre, Celso, 

se me volvió a la boca

y el albedrío de mi cuerpo quiso. Dos cosas, 

sólo dos, quiero decirles: cada quien tiene el suyo 

pero mi dios es esa agua tibia iluminada. 

Me atraviesa su lumbre líquida y despierto,

todavía, cada mañana, a veces,

con el oleaje propio de ese mar adentro,

mi sangre una marea tibia y salada, iridiscente.

Y hago de cuenta que la muerte es mi cumpleaños. 




Segunda consulta

 

Los síntomas son los mismos, pero el dolor es otro. Los doctores son pálidos y apenas. Les digo que puse el corazón a hervir y todavía, les digo que, sin sangre, el corazón es blanco. Ellos hacen una mueca y me dicen que no creen en las metáforas y esa palabra es anticuada y por qué repetirla. Se impacientan. Cacofonías, dicen. No puedo recordar la sombra de nuestra hambre, la vida subterránea de las espigas. La paciente no está ubicada en tiempo ni espacio. Trato de convencerlos. Mi voz es un perro que lame las piedras resbalosas de los ríos. Gradúo mi dolor del uno al diez y lo describo. Es punzante, es sordo, es sostenido. El cuerpo: esta sorprendente bolsa de cuero. A veces es casi el fin del mundo. Les pido que me lo devuelvan. La paciente no tiene claros los límites entre volar y caer. Se realizo radiografía torácica, la paciente no está en ningún sitio. Me preguntan: Cuándo puede volver. Puede volver, preguntan. 

 

(De El reino de lo no lineal, 2020)




(El desierto es una habitación pintada de amarillo. Tres paredes y un hombre que al hablar hace sombra.)

 

Estoy harto. Siempre preguntan lo mismo. Soy

una cinta rayada que repite

ese instante limpio a la mitad del desierto.

 

¿Cómo decir la bomba? ¿Cómo contarles? Siempre 

les invento algo nuevo, les cito al Bhagavad Gita: 

soy yo, les digo, el destructor de mundos, me he vuelto 

 

la muerte y les sonrió. Les cuento: fue la lumbre

de mil soles que al mismo tiempo incendian 

la madrugada negra. Y ellos me miran como niños 

 

ávidos y envidiosos. La verdad, una sola palabra

pasó por mi mente: funcionó.

Funcionó, mientras me escaldaba la luz y el desierto

 

se convertía en vidrio, funcionó, 

mientras hacía de las suyas el uranio,

sus isótopos y ese estallido tenso

 

como la inhalación de un dios, funcionó.

Mirar el exterminio y sentir

el orgullo de un padre. 




 

El tiempo está cerca:

bienaventurado el que le da de comer a sus hijos en la boca,

el que nunca termina de limpiar su casa 

y ha olvidado el sabor de la risa.

¿Quién será el primogénito de los muertos?

Es mejor que mi esposo lo decida

sin consultarme.

Whisky para la gran tribulación, he dicho.

Un viaje sólo de ida a Patmos, Nuevo México.

Oí detrás mío la sombra que emanaba de las montañas, 

oí detrás mío los nombres de las piedras en mi zapato:

Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Filadelfia.

Una hermana mía vive en Philly.

En su casa hay siete candelabros,

en su sueño se acuesta con su vecino

y sus gemidos saben a mimosas.

Todo aprenderá a ser fuego

y mi voz será el estruendo de muchas agujas 

y la palabra honda del uranio. 

 

Mi esposo habla el lenguaje llano de la bomba, 

de su boca sale la espada de dos filos.

No temas, dirá,

no soy el primero,

tan sólo el último.

Una franja de luz avanza por el cuarto hasta tocarme.

Afuera de mi casa y de mi cuerpo,

el ruido del sol quema los hierbajos. 




(Después de retirarse el chicle rosa de la boca y pasárselo a su compañera, la mujer recita la primera frase. Luego vuelve a taparse la cara con el cubrebocas. Su compañera hace lo mismo con la siguiente. Su compañera hace los mismo con la siguiente. Su compañera, lo mismo. Y así sucesivamente. De ida y vuelta. Cada vez más rápido.)

 

No nos dijeron lo que estábamos haciendo. No teníamos más remedio. No dejamos la puerta de la casa abierta. No tocamos. No había nadie. Nunca ha habido nadie. No corrimos por los pasillos de la fábrica. No hablamos de nuestro trabajo. No levantamos la voz. No llegamos tarde. No nos fuimos temprano. No escribimos cartas a nuestros familiares. No hablamos de la bomba porque no sabíamos de la bomba. No sabíamos, es cierto, y a veces no nos importaba. No nos dolía el magnetismo de las maquinas. No nos dijeron de los isótopos. No mencionaron la palabra átomo. No nos preguntaron si queríamos. No nos enseñaron fotos de la bomba. No hablaron de los niños quemados. No nos dijeron los nombres de los muertos. Nunca nos preguntaron. 

 

(De Proyecto Manhattan, 2021)




La edad oscura del universo

 

También el universo tuvo una edad oscura. En el comienzo de todo, al principio, alrededor del año 400 000. No había manera, ni forma. El universo era un puño cerrado, un nombre distinto para la oscuridad. La materia no tenía. Los átomos estaban rotos. Pero, ¿puede estar roto algo que nunca ha estado completo? La temperatura del universo era tan alta que los átomos no permanecían juntos: sus núcleos positivos y electrones, desperdigados, estorbaban el viaje de la luz. Niebla en la carretera: eclipsaban las ondas, las tragaban. Las estrellas todavía no y casi toda la materia del universo era materia oscura. El universo: un museo vacío por la noche. En el principio fue solo eso, una noche de lluvia en el museo. Te besé a sabiendas y en silueta a la mitad de una sala sin nadie. Detente, me dijiste, podrían vernos. Me hice perdediza y lo intenté de nuevo. A lo lejos avanzaban las voces. No recuerdo cuadros, solo la temperatura de tus pocas palabras, la herida aún oculta del principio. En mi memoria, las luces apenas. En mi memoria, todo era penumbra. Solo el sonido de la lluvia nos alumbraba. Tenía los ojos rojos porque habías viajado toda la noche. Atravesamos nuestros nombres para llegar ahí. En el principio fue esto: un verano que inició con la lluvia. Solsticio y montaje. La luz en nuestras bocas, donde se hizo. Esa bóveda celeste del paladar. Todo aquello que separa el día de la noche. Tu perfil todavía. La luz de mi memoria se rompe, se astilla, no puede atravesarnos. Nos podrían ver, me dijiste, me alejaste de tu lado tenuemente. Tantas cosas que existen y existieron, me digo, y nunca fueron vistas. 




Los pájaros de no sé donde

 

Si hay algo dentro de mí son ellos.

Eugenio Montejo

 

Escucho pájaros en la noche.

En la profunda noche de hora fija, 

en la noche sin testigos, afelpada, 

en el ecuador de la oscuridad,

en la mitad

tajante, ahí,

indudables pájaros esculpidos 

de sombra y gritos, de saliva y sueño.

Aferrados, marchitan con sus voces los segundos.

Sus gritos rebasan el tiempo acontecido,

cortan la oscuridad en julianas

y con su hora en vilo

quieren desatar la luz,

acelerar la rotación del mundo. 

Quieren que llegue de una vez el alba 

aunque sea destartalada 

y gris, de los suburbios. 

Al principio 

buscaba algún rostro del amanecer,

algún asomo

de que algo comenzaba,

pero sólo ese escándalo, ese turbio

arrecife de gritos. Abría la ventana 

y nada, sólo la noche

con su cara de mueble, sólo la noche

estacionada en reversa,

y el ajetreo de las voces

hinchándome los huesos.

 

Los pájaros incendian su nombre,

resquebrajan las paredes de mi sueño,

gritan el color rojo, cantan

sus agujas. Quieren deslumbrar

a los objetos, inquietarlos,

quieren que empiece ya el día

y tomen forma y límite las cosas.

 

¿De dónde vienen 

esas flores al rojo vivo de sus notas?

 

Son tantos que ni siquiera caben en la noche.

Nunca los he visto y pienso

que quizá mi cuerpo está hecho de pájaros.

Son míos, irremediables,

con la navaja ardiente de su canto

abren en canal la noche, buscan

la inminencia. Ya no me muevo 

de la cama, ya no me levanto

ni los busco. Su canto

es mi propia sangre acorralada,

mi deseo por no dejar de vivir,

ni siquiera dormida, mi torpe

cuerpo que apura, por eso mismo,

la muerte. 

 

(De Planetas habitables, 2023)




Elisa Díaz Castelo (Ciudad de México, 1986). Poeta y traductora mexicana. Con el apoyo de las becas Fulbright-comexus y Goldwater, cursó la Maestría en Creative Writing (Poetry) en la Universidad de Nueva York. Primer lugar en el Premio Poetry International 2016; segundo lugar del Premio Literal Latté 2015; y semifinalista del Premio Tupelo Quarterly 2016. Ganadora del Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal 2017 por su libro Principia; del Premio Bellas Artes de Traducción Literaria 2019; y del Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2020 por El reino de lo no lineal. Poemas suyos en español aparecen en Letras Libres, Hispamérica, Revista de la Universidad, Tierra Adentro, Este País, La Raíz Invertida y Periódico de Poesía, entre otras publicaciones periódicas. Ha sido becaria del programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes Fonca 2015-2016, 2018-2019 y de la Fundación para las Letras Mexicanas FLM 2016-2018. En 2018, fue seleccionada como una de las dos poetas jóvenes de América Latina invitadas al Festival Internacional de Poesía que se celebra en Trois Rivières. Sus últimas publicaciones en poesía son Proyecto Manhattan (Antílope, 2021), Planetas habitables (Almadía, 2023), en coautoría con Adalber Salas Hernández Las fuerzas débiles (Vaso Roto, 2024)  y en cuento El libro de las costumbres rojas (Elefanta editorial, 2023).



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