Revista Latinoemerica de Poesía

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Diana Marcela Peña Reátiga



Presentamos una selección de poemas de Diana Marcela Peña Reátiga (San Andrés, Santander, Colombia). Licenciada en Español y Literatura (UIS). Ha publicado dos obras poéticas: Música de hojas y Agua del desierto para esta sed. Ha colaborado en revistas y espacios culturales como: La Chueca, Coma, Plataforma Cultural Alter Vox Media, Humor Gráfico, Tres Perros, La Casa del Libro Total, Revista Latinoamericana de Cultura Literariedad y la editorial Norte/Sur y el blog Trecefonistas. Además, participó en la antología de poetas colombianas Vórtice Lírico, en la antología de poesía erótica Trazos Tórridos, en la antología de poemas de resistencia Yo vengo a ofrecer mi poema y en la cartografía poética de mujeres colombianas Luz al Vórtice de las palabras. Actualmente se desempeña como promotora de lectura y editora.  

 

 

 

Canción del que vuelve

 

Con la cara baja vuelve sobre sus propios pasos,

mientras camina percibe el aroma de los arrayanes

que se confunde con el olor a tierra seca y a yerbajos.

A esta hora de la tarde el sol arde

 y la resolana acentúa la aridez de la tierra.

 

El camino es polvoriento, reseco por el intenso verano.

Él tiene la mirada fija en sus cotizas,

las encuentra envejecidas

y piensa en las huellas que van dejando,

señales apenas dibujadas.

 

Imagina el río,

allí se inclinará y verá su rostro sudoroso,

la contracción de su frente, sus labios apretados y finos.

Cuando beba del manantial de sus aguas

sonreirá satisfecho.

 

Después emprenderá el ascenso; desde la loma,

podrá divisar su casa sumergida en medio de la arboleda.

A sus hijos los imagina jugando entre las rocas

 o trepando en los naranjos.

Cuando llegue, saltarán de alegría,

celebrarán su llegada y querrán

ver lo que hay dentro de la maleta.

Se siente tímido ante la humildad de su presente

y piensa en María, en lo que hará a estas horas

en que apenas si adivina su llegada.

 

No obstante, avanza con paso decidido

y el camino es ameno,

pues lo conduce hasta su Ítaca.

 


 

 

Raíz de desvelos

 

¿Alguna vez has sentido que no quieres ser eso

que sobrevivió a tu intento de matar el amor?

 SEBASTIÁN GAVIRIA

 

 

Camino por el sendero estrecho de los días

con su larga procesión de horas y desvelos

sin atinar a comprender si los he desperdiciado

o si he sabido extraer la raíz que los habita.

 

En las mañanas finjo dormir largo rato

para demorar el encuentro con los días.

En las noches, ensayo mil posturas

 antes de conciliar el sueño.

 

Me pregunto si esta manera de caminar sin rumbo

—ahora cuando he perdido todas las seguridades—

                                                           puede llamarse vida.

 

¿Puedo vivir sin el acostumbrado encuentro con el amor,

sin la certeza de ser necesaria en este laberinto

de profesiones y oficios, de soledades y desencantos?


 

 

Penélope

 

Hay algo superior al amor y es el olvido.

 RAMÓN COTE BARAIBAR

 

 

Penélope tejió día tras día,

y destejió noche tras noche

durante veinte años,

esperando el regreso de Odiseo.

 

Estoica asistió a la podredumbre

que el tiempo iba sembrando

en su corazón solitario

y a la sevicia con que los años

van ajando toda juvenil belleza.

 

Por amor emprendió esta empresa,

mas no es el amor dueño de semejantes heroísmos

—siempre tan voluble e inconstante—;

sino más bien el olvido

—implacable ante lo perecedero—

que orgulloso susurraba al oído de la reina:

 una mañana ya no recordarás por qué tejías

 y olvidarás a un lejano y apuesto Odiseo.


 

 

Por los senderos de los Andes

 

 

Quise extrañar esta ciudad

 y a esta gente que la habita,

deambulé por los senderos de los Andes,

hablé con extraños, tejí mis desvelos.

 

La oscuridad me alentó a la luz,

de Bolivia me mostró la voracidad de la selva,

la tenacidad de los ríos, la entereza del pescador

y la derruida infancia de sus hijos.

 

 Conocí a Vania,

mujer infatigable en sus anhelos,

a la ribera de río recogiendo el fruto del pacay.

 

Navegué bajo el imperio de los insectos,

saludé a los monos y ellos desde las higueras

me mostraron su algarabía y su desdén.

 

De la sierra peruana

vi los campos sembrados de maíz,

el color amarillento de sus espigas;

la uniformidad del paisaje

apenas interrumpido por paredes de tapia

viejas como las manos que las levantaron.

 

El cóndor extendió sus alas,

me albergó en ellas y fuimos a sobrevolar

los ríos profundos de Argüedas

                        y los laberintos en ruinas

donde habitan espíritus legendarios

fatigados de vigilar las fortalezas

de un pueblo ya vendido.

 

Me sumergí desnuda en ríos transparentes

y caminé por los campos en busca de dientes de león.

Pasé largas noches de frío

 y encendí fuego para escribir este poema.

Nunca temí a la oscuridad

 ni a sus muertos.

 

 


 

Ante el inminente naufragio

 

 

El aullido de un perro interpela la mudez de los astros.

Ahora la ciudad es un bosque de caracolíes perdidos

en busca de agua del desierto para esta sed de abrazos.

 

Ante el inminente naufragio:

esconderse en un pliegue de la memoria,

desaprender plegarias, invocar fantasmas.

 

Dejar que míticos monstruos entren por la ventana,

beban el café olvidado en las tasas

y escriban las cartas.

 

Duerme el universo en su acolchado de bruma

y una bandada de grullas se pierde

en la luz de la mañana.

                        Los sueños duran lo que el colibrí

            tarda posado sobre la rama.

 

 

 

 

Paisaje con niña desolada

 

 

Desde algún paraje de la infancia

una niña me mira y se obstina.

Tiene los ojos grandes y la expresión seria,

similar a un adulto caído en desgracia.

 

Se encuentra inmóvil en el sendero.

No llueve, llovía hace apenas un instante,

fragmentos, cristales de luz,

se precipitan desde las ramas.

 

Su vestido color almendra le da un aspecto de ánima en pena

en las manos sostiene un pocillo colmado de lluvia:

dice que es un remedio para su pecho sonámbulo,

para sus ojos de invierno, para su sonrisa de hierro.

 

 

 

 

La venganza de mi madre

 

 

Yo no soy una buena mujer

yo soy la venganza de mi madre

Victoria Equihua

 

 

El reguero en la despensa no lo hice yo,

o tal vez sí, ya no recuerdo, algo me dice

que sus manos sabrán recogerlo.

 

Puede que haya sido mi madre la que lavó sus calcetines,

sirvió su cena y planchó sus ropas. Puede que usted la haya

insultado y ella haya guardado silencio.

 

Yo soy la venganza de mi madre

y usted no es inocente de amasar su suerte.

 

No he venido aquí para alivianar su carga

no estoy dispuesta a que usted mande y yo obedezca.

Estimo necesario decir que soy la venganza de mi madre

y a nadie tributo ni venero.

 

No me quitaré el pan de la boca

para ofrecer una cena jubilosa. No he venido aquí

para lavar la loza, tampoco a que me sirvan.

 

Los sirvientes

son espías odiosos, que cultivan una rabia frondosa

en su corazón fértil.

 

 

 

 

 



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