Revista Latinoemerica de Poesía

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Cinco Poetas Jóvenes



           

I

Inventario

 
Estas alas sobran
                      hay un cielo debajo de mí
 
el sol ha derretido las lágrimas
                     que sostenían mi silencio
 
los ciegos flotan
                        como las lágrimas que salvo
 
después los desvanece la llovizna.
 
Este miedo sobra
                          hay tumbas abiertas
 
 
el sol ha derretido las calaveras
                              que sonreían en mi espejo
 
los muertos saben
                             del destino de las palabras
 
                                      antes de la sequía
 
estas alas sobran
estos miedos sobran
estas sombras que escriben.
 
 

 

Jorge Valbuena (Facatativá, 1985)
 
 
 
 
 
 
 

     

Sobre los oficios

 
Incluso para ser mendigo hay que conocer bien el oficio
saber cuál es la esencia de su infortunio
buscar de los callejones el mejor espacio para resguardarse del frío
reconocerse un ser vulnerable; vestir su fragilidad de trapos viejos
ver en la mirada del otro un espejo de sus miserias.
 
Incluso para amar hay que conocer bien el oficio
saber cuál es la esencia de su infortunio
buscar de los callejones el mejor espacio para resguardarse del frío
reconocerse un ser vulnerable; vestir su fragilidad de trapos viejos
ver en la mirada del otro un espejo de sus miserias.
 
Incluso para olvidar, perdonar...
hay que conocer el oficio.
 
 

 

Jenny Bernal (Bogotá, 1987)

     

 
 
 
 
 
 
 

El falso llanto del granizo

 

 

I
 
Me enamoré alguna vez de una mujer con los pechos recién ungidos
Era el tiempo de la guerra
Ella recogía esparto
en estaciones violentas
y yo veía crecer dos o tres caídos sobre la hondura del agua
La noche en que durmió el búho cetrero
un estruendo levantó las tapias
y la trepadora
que ascendía hasta los tejados
dejó su rastro a los pies de las bisagras
Nuestra casa
una pluma en la memoria
¿Con qué adobe está hecha su voz
que aún se oye
por el derruido cielo raso?
 
 
 
 
 

 

II
 
Es la lágrima del ángel que se hunde entre las losas
o son los muslos de la muerte trenzando su sudario
Hay un latido sordo
un galope súbito en los azulejos del alma
¿Bajo qué baldosa ofendida
encontrar su eco de ceniza y espanto?
 
 
 
 
 

 

III
 
Me enamoré alguna vez de una mujer con los pechos recién ungidos en tiempos de guerra
Su piel de araucaria se vino abajo
con los muros que construimos
Mientras veía desatarse
el indómito fuego
y el falso llanto
del granizo
 
 

 

Hellman Pardo (Bogotá, 1978)

     

 
 
 
 
 
 

Hacia el crepúsculo

 

 
Entre árboles deshojados anidan sus ojos.
Su mirada se ha ido con las golondrinas.
Atardece y su cuerpo
–avidez en la memoria de mis manos–
se convierte en horizonte dejado atrás.
¿Cómo puede la frontera estar
a tus espaldas y frente a ti?
Aún con su desnudez en el tacto
advierto su ausencia.
¿A dónde va el hombre que aloja
levedad y pesadumbre en sus ojos?
Vuela de mis brazos
donde retenerlo y liberarlo es imposible.
 
 

 

Leidy Bibiana Bernal (Calarcá, 1985)
 
 

 

   

 
 

El ángel negro de la isla de Kampa

Nadie lo vio entrar en su casa. Era una fría noche de Praga, era un poema tirado a la alacena. Al principio, con el orgullo herido y las polillas sacudiéndole los trajes, se acostumbró a vivir con la noche colgando de su espalda. Decidió el encierro porque los hombres sencillos mueren solos. Con la pupila altamente dilatada, Vladimír Holan, entendió que las sombras viajan empedradas de palabras. La piedra oscura había regresado cargada de frutos. En aquella casa había tanto ruido, tanta miga de pan en las esquinas. Se dice que la luz de la ventana duraba encendida toda la noche, en el resplandor de la vela se diseminaba el diálogo del mundo. La claridad no se hacía esperar. Nadie y todo había en él. La campana detenida por el lápiz, Hamlet conversando con las ruinas del espejo, la muerte escondida en las catedrales. Pero los años no pasan en vano. En la pesada puerta crecía un caballo atado con alambres. En el instante en que la voz del ángel deshizo los colores de las cosas, cuando la tierra de los cementerios colmó de cicatrices las estancias, pronunció estas palabras: “Kate?ina ha muerto. Hoy no ha venido nadie a preguntar. La casa ha ocultado, al fin, todos sus ruidos.

 

Henry Alexander Gómez (Bogotá, 1982)  

 



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