Revista Latinoemerica de Poesía

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Víctor Rivera - El sueño de la montaña



 

El sueño de la montaña es el libro más reciente del escritor colombiano Víctor Rivera, poemario finalista del primer Premio Internacional de Poesía Fuente Vaqueros y ganador del XII Concurso Nacional de Libro de Poesía Universidad Industrial de Santander -UIS. Los jurados de este último premio destacaron la unidad temática y el tono sostenido del libro. Así mismo, señalaron que en esta obra “el paisaje se transforma en territorio y ecosistema, una forma singular de acercarnos a la naturaleza en el contexto de la poesía colombiana. Hay un trabajo cuidadoso alrededor de la imagen y el silencio, y una conjunción armónica entre los poemas”.


A continuación, compartimos un poema que lleva el mismo nombre del libro “El sueño de la montaña”, un texto en el que se juntan la imposibilidad, los contrastes y la plasticidad del paisaje. Una serie de elementos que dan especial movimiento al poema, como si en él se retratara la levedad de la brisa que recorre “el lomo de la montaña”:

 

 


EL SUEÑO DE LA MONTAÑA

 

“Tengo el deseo de regresar
a las faldas de la montaña
abandonándolo todo, olvidándolo todo...”
Ko Un

 

I

Es preciso que la ciudad quede atrás
y más allá de los bordes iniciar el camino
con el silencio que sube la montaña.

Llega un punto en que las manos
deben regresar al lugar
donde pocas cosas crecen,

allí donde el resplandor
diluye las formas,
y el cuerpo se abre

con la respiración de la turbera,
en la libertad que solo el aire
entrega a las cosas abiertas.

Traspasar la penumbra
sin esperar respuestas.
El camino es lo que tiene que ser.

Cada paso la comprobación
del movimiento de la montaña,
la gravedad que atrae el peso justo

de un cuerpo semejante
al pronunciado declive,
o al deseo escondido

en los ojos de un pájaro,
que ve la luz,
en las últimas hojas de la altura.

II

Si fuera leve en su polvo de camino
el cuerpo nacido en estos valles
y deseara la montaña con corazón de pastos

doblados al viento.
Pero la montaña no es la ilusión
de una fotografía a blanco y negro,

sino la cumbre anhelada y difícil
donde el caminante duda
de su propia sombra,

templo blanco de roca y silencio.
Preciso es subir descalzo,
el cuerpo lavado,

como un puñado de pétalos
y tierra de los campos que brotaron
de la ceniza del volcán.

Preciso es saber que la montaña
existe para ser imaginada,
de ahí la dificultad para subirla,

impredecible,
como las grietas del último glaciar,
o el sueño blanco, por el temporal oscurecido.


III

Alimento de la tierra
son estas gotas de sudor
y la cáscara de nuestras palabras

arrojadas al suelo
en un ovillo de árnica y laurel.
No nos pertenece lo que se diluye

y toma forma lejos de nosotros.
Es parte del sacrificio
este olvido de los viejos trajes,

este trocar las palabras por aire.
Algo hay que aprender de las rocas
que se entregan a la disolución,

de estas liebres salvajes
que se abrazan a los pastos, hechizadas,
sin ver la sombra del águila.


IV

En pocas horas la intemperie
no estuvo afuera sino dentro,
bajo el abrigo y la camisa.

Con cada paso una palabra,
el monólogo dentro de una casa
de ventanas azotadas por el viento.

La intemperie de las palabras
fue la casa del pecho, de paredes dobladas
por los golpes del corazón de la montaña.

En la empinada rampa,
el cuerpo jadeante es una casa de paja,
y sus muros palabras que se desarman

en las manos del temporal.
Solo queda la conversación del sol y la carne,
la casa sin techo, abierta al cielo.


V

El consuelo de los escaladores
no es la cumbre o el refugio
sino el gorrión de páramo

que pisa la sombra del piolet
y de pronto sale volando.
Parece dar un giro

y llegar en un instante
al lado oculto de la montaña.
Semejante a una ranura, su pico amarillo

es un pequeño foco de luz,
que introduce el resplandor del espacio.
Basta un grano para imaginar la espiga dorada,

un pedazo de lava endurecida para sentir el volcán.
Alivia saber que hay algo más allá,
y toma forma en el pájaro

que raspa la tierra buscando raíces,
o que se arredra en su cuerpo
como lámpara de su propio calor.

VI

El tiempo que tarda
el sol de los venados
en cruzar el flanco azul de la montaña.

Lo que demora el sol
en abrirse paso entre la niebla
y tocar las hojas del encenillo.

Lo que tarda el ojo del halcón
en hallar la pálida liebre
entre las comisuras de la tierra.

El movimiento largo y pausado
de las hojas del frailejón
naciendo lentamente del tronco.

Así cada paso, lento,
del cuerpo que sube por el risco
entre el áncora de su propio peso y el aire.

VII

A cierta altura los cuerpos se reducen
y los arbustos se agrupan
en lo tupido de hojas ásperas.

Los pequeños frutos se repliegan
en el color de su circunferencia,
la piel del pardo animal busca abrigo

en el calor de su propia carne.
Los ríos corren, pero conservan la quietud
bajo la piel del pez que se refugia.

El lomo de la montaña se recoge
ante los golpes de la radiación,
el caminante se abraza a su cuerpo

y ante la pregunta insistente de la luz
contiene las palabras, que no llegan,
a la superficie de la boca,
sino que se hunden de nuevo
en el espacio vacío de un corazón
que solo ve por su latir.

VIII

Aunque somos puntos minúsculos
en este telar imaginario,
en esta montaña imaginaria,

aunque debamos cerrar la puerta
y las ventanas de esta casa
amenazada por el temporal,

obligándonos a ser no mucho más
que las últimas plantas que crecen
en la morrena, o como las larvas

casi congeladas de las pequeñas lagunas.
Aunque debamos cerrar nuestros ojos
ante la hiriente ráfaga de la fumarola,

nuestro oído es como el ojo del mirlo
que cruza los valles sin necesidad de moverse.
Con él llegamos a la estribación

donde el mar lame la tierra con su lengua.
Escuchamos la espuma en la rompiente
y los brotes quebrarse bajo el peso de las manadas.

Este mapa de sonido es para nosotros
la capa térmica que nos mantiene a salvo,
la bebida caliente antes de entrar en los glaciares.

IX

Aunque brille el sol, la canícula no cae
en nuestra noche de valles hundidos.
Con nosotros sube también

la savia de los robles negros
sosteniendo el último refugio de los cantos.
Salvador, amigo, el paso se hace lento

porque carga con toda la tierra de las fosas,
y la sombra duele, porque atrás quedan
los campos de trigo fracturado,

la noche oscura de los niños
inmolados al cuchillo ciego y atroz.
Marchamos con lo que nos queda de vida.

X

Junto a la piedra el cuerpo exhausto
es tan leve
como la llama que lucha por no apagarse.

Por la forma en que la mirada se pierde
en los pliegues del terreno,
podemos imaginar su pronta disolución.

En poco tiempo no habrá diferencia
entre el vientre y un ovillo de plumas,
entre los dedos y las fibras vegetales.

Ahora pende, en una perfecta gravedad
de plantas en la sombra,
de gotas a punto de caer.
¿Es tristeza o libertad tal sensación de vacío?
Cuando los ojos se consuman
en el resplandor de la cumbre,

será el oído el que trabaje.
¿Qué otra cosa viajaría entonces
por el aire de las bandadas?



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