Revista Latinoemerica de Poesía

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Un viaje por el mundo de Vito Apüshana



Por Darío Rodríguez

Uno es el poeta citadino y otro el exiliado de los grandes centros urbanos. Aquél busca su lugar, por pequeño que sea, entre lectores esquivos mediante modestas publicaciones y recitales; éste se sabe prisionero de contingencias, envenenado por el anonimato. Entre los poetas que no habitan esos centros del poder tal vez el poeta indígena, o perteneciente a una etnia, padece desde nuestra perspectiva – por obligación occidentalizada, con una idea solemne del fenómeno poético – la condición de exiliado dentro del exilio mismo; su separación ya no es en exclusiva del territorio, también un abismo cultural y lingüístico lo apartan de los escasos lectores habituales del poemario o la publicación poética. Por estas circunstancias la palabra de Vito Apüshana parece, a primera vista, extraña (en el sentido más primigenio de este vocablo: extranjera, foránea al extremo) y muy lejana, no obstante nacer y cimentarse en nuestro país, dentro de los mismos marcos en que se han gestado la mayoría de los poetas colombianos.

Apüshana (denominación de su clan wayuu protegido por el zamuro o gallinazo) es, para el Estado colombiano, Miguel Ángel López, habitante de Riohacha, capital del departamento de La Guajira. Una referencia breve de sus libros publicados brinda cierta idea del carácter que posee este autor. El primero, Contrabandeo. Sueños con Aliijuna cercanos, fue publicado por una editorial minúscula (Secretaría Departamental de Asuntos Indígenas – Universidad de La Guajira) en 1992. El segundo, En las hondonadas maternas de la piel, que se reseña aquí, pertenece a una colección de literatura indígena editada por el Ministerio de Cultura en 2010. Pequeñas publicaciones, hechas desde una humildad desconcertante, que sin embargo susurran al lector perspicaz, por ejemplo a través de esos títulos extensos y rumorosos, una voz singular, ajena a los estruendos del aparato publicitario editorial, de la infamia que pervierte al poeta volviéndolo más rutilante que su obra, o trocando su personalidad en la de una estrella mediática. Es drástica la diferencia entre Apüshana y algunos poetas citadinos. Cuán distante se encuentra su palabra, un brote de la tierra wayuu, de los amaneramientos o las voces afectadas de ciertos poetas del entorno citadino, quienes muchas veces necesitan adornos y arandelas traídas del espectáculo teatral o televisivo para hacerse oír. Vito Apüshana permite entender y revalorar en nuestro medio la figura del poeta íntimo, de entrecasa, que no precisa del grito ni del escándalo.

“La poesía es un viaje” escribe Robinson Quintero Ossa. Recorrido semejante al del relato, quizás con claves divergentes a la relación de sucesos como el sonido o las pausas en escritura y lectura, la expresión poética da cuenta de una andadura, de un echar a andar por tierras familiares o desconocidas. “Yo voy soñando caminos/de la tarde” nos recuerda Antonio Machado para quien esta noción de una poética andariega  era requisito. Vito Apüshana, quizás intuyendo la grave distancia que lo separa del grueso de sus lectores, propone en su segundo poemario una trashumancia responsable por su mundo y así mismo por la temperatura, los paisajes, las personas que lo habitan. Tres son las partes que lo componen: “La Tranquilidad”, “La Fertilidad” y “La Infinitud”. Al igual que en otras culturas nativas conocidas sobre todo por su literatura (desde la poesía Náhuatl a quien Juan Manuel Roca ha denominado “precursora del Surrealismo”, hasta los poemas Navajos, cargados de alusiones sapienciales y fabulísticas) el acendrado presentimiento del misterio en la naturaleza, las prácticas, los hábitos poetizados y las cosmogonías como base literaria atraviesan la lírica primitiva de nuestros continentes. Son su sello indiscutible. Los Wayuu están enmarcados dentro de esta quizá involuntaria tradición que une los tres tiempos occidentales, pasado, presente y futuro, en una armónica amalgama nunca fatalista ni determinadora de un sino trágico. Estas dimensiones filosóficas constituyen una manera esquemática de configurar a la comunidad de Apüshana quien, de modo muy personal, apoyándose en la intuición poética (que simboliza y sospecha), las expone en esas tres partes del libro.

Extendamos la idea del viaje que un poeta indígena nos propone a través de su tierra y de su paisaje vital. Nos encontramos con este hombre proveniente de una región tan vasta y distanciada que llega a parecernos ya no otro país dentro del nuestro, sino un reino en sombras difusas, incluso distante del tiempo presente. La lectura del texto inicial sirve como indicación al lector de que el viaje ha iniciado, pero con la salvedad de la diacronía.

 

Las venas del sol y de la noche

Bebemos el jugo del maíz y

sentimos la sangre del sol en las venas

y el sudor del luna en la piel.

Nuestra sed la calma

lo sagrado.

 

En efecto, el poeta nos conduce a través de esta anáfora, con la cual da inicio a la primera etapa del poemario titulada “La Tranquilidad”, a un trasiego por su contexto de vida, y sin embargo no obstruye los límites naturales con los que tropieza quien apenas da los primeros pasos por terreno nuevo. El satélite de la Tierra, femenino en nuestras concepciones occidentales, para Apüshana y los wayuu es masculino y guarda un vínculo estrecho con los comportamientos comunes de los seres, posee venas como los humanos, suda en la piel de los hombres. La invitación del autor es, al mismo tiempo, ubicación. Nos empuja a experimentar, sin preámbulos, otro espacio pero desincronizado con lo que somos como lectores. El trayecto inicia con un abandono por parte del lector de su habitual sentido comparativo: el poeta desea que este viaje en el cual estamos implicados instale y ponga nuestra mirada en el camino, sin paralelos con el mundo del que venimos y aceptando que recorreremos una temporalidad bien diferente de la acostumbrada por nuestras rutinas. Los desconocidos somos ahora nosotros.

Los poemas de esta serie, en especial los titulados Calma  y esa suerte de credencial colectiva que lleva por título Wayuu (II) son fuertes pinceladas del escenario habitado por Apüshana y su pueblo. Aún, por supuesto, en prudente perspectiva. Sabemos del viaje que un anciano pariente ha realizado y del que ha vuelto, de la reposada entrega familiar a las comidas (en esta poesía son auténticos rituales sagrados), del pastor que a la vez resulta pastoreado, y sin embargo no estamos inmersos aun en estas lógicas. Pueden resultarnos inclusive desconcertantes en su simplicidad. Una táctica que procura paliar esta posible actitud de perplejidad es decir sin ambages qué es su pueblo y quiénes lo conforman. Apüshana se convierte en un mediador entre los wayuu y nosotros de modo que el viaje prosiga:

 

Somos una alegría silenciosa

-          labor de las hormigas –

-          saltos del conejo –

Somos una tristeza serena

-          mirada del alcaraván –

-          sueño del murciélago –

Somos la vida, así

-          niños en los ancianos –

-          - rostro del horizonte encontrado-

 

El poeta wayuu se aproxima a sus lectores y para la segunda estación del viaje, “La Fertilidad”, camina codo a codo con nosotros. En calidad de cómplice nos confiesa cómo los mitos centenarios conviven con él, y les ofrece trato de confianza. Así en el poema Mujeres – Aves donde se muestran las variadas metamorfosis de las mujeres en esta sociedad para la cual la madre es el eje y el culmen de lo humano. En el sueño  observa a las mujeres lechuza, colibrí, alcaraván, turpial, cardenal, sustento y piedra angular de su cultura. Es asombrosa la explicación de lo onírico brindada en el texto por la madre del poeta, pues da un giro a la hermenéutica estética de los sueños y su vinculación con el mito (una temática estudiada en profundidad por Carl Gustav Jung). La mitología no es para Vito Apüshana un compuesto alegórico. Muy por el contrario, las imágenes del mito empiezan a cobrar vigor, a ser interpretadas e insólitamente comprobadas en lo real, “…a partir de entonces he venido descubriendo las plumas ocultas de las mujeres que nos abrigan”. En esta parte central del libro la presencia femenina es abrasadora. La fertilidad de su encabezamiento no es, como podría pensarse, una referencia exclusiva a la maternidad. Es también la generosidad del pueblo wayuu cuando festeja (AlenorFiesta) y sobre todo la amplitud de esa convivencia para nosotros misteriosa entre seres humanos y sobrenaturales, una especie de pacto pacífico entre lo cotidiano y lo desconocido.

Los poemas finales de En las hondonadas maternas de la piel pueden compararse (no sin ciertas reservas) con la conclusión de una sinfonía. “La Infinitud” es, primero, un reconocimiento de que la historia wayuu, negada o ignorada por la historia hispánica de Colombia, es en sí misma una obra de arte con sus estética y sus artífices.

 

Talhua, alaüla de Toolünare, nos ha contado

que también provenimos de otros mundos…

que acumulamos un saber antiguo creador de otros llantos,

de otros sueños, de otros pasos…

 

En segundo lugar, la historia wayuu, ligada al cosmos y a un orden universal, es negación de la muerte por estar imbricada en la vida de estas personas.

 

Vivimos cono arañas, en el tejido del rincón materno.

(…)

Morimos como si siguiéramos vivos.

 

No es exagerado comparar la ambición poética de un Mallarmé – en su ideal de escribir un libro que abarcara todo, lo existente y no existente – o del Wallace Stevens que en Adagia pretende implantar una visión periférica y totalizante del orbe, con estos textos conclusivos de Apüshana. En ellos hay una voluntad de comunión, y este término judeocristiano no es el más preciso a la hora de hacer visible la conjunción entre tiempos, entre ancestros y contemporáneos, sin embargo se acerca. El célebre Antiguos recién llegados con el cual cierra el conjunto de poemas (recurrente, además, en los recitales del poeta guajiro) es una muestra patente de esa unidad entre el pasado – nunca remoto, más bien vívido – y el presente cercano a la brisa y a las ondulaciones pausadas de la vida wayuu.

 

Así vemos que nuestro antiguo mundo

es, aun, sonriente aprendiz de la vida.

Somos como eternos recién llegados.

 

La lectura de En las hondonadas maternas de la piel  concluye, pero el viaje del lector por el mundo wayuu no termina. Ya e en esta tercera y última etapa, el poeta nos ha tomado del brazo y quiere que vivamos con él, que compartamos la profusión y la paz de este pueblo. Tarea que exige no poca responsabilidad. Depende de quien lee alejarse de prejuicios típicos con respecto a la peste étnica, que no es una colección de piezas exóticas, ni la manifestación pintoresca de unos individuos con raras costumbres. Esta poesía nunca nos habla desde el distanciamiento ni la marginalidad. Los hechos y las visiones que convoca le permiten a los lectores despojados de prevenciones conocer no sólo una comunidad específica, más cercana a sus eventualidades de lo que parece, sino algo más, quizás la justificación de esta franca y sensata palabra: un equilibrado puesto en nuestro caótico planeta.

 

Vito ApüshanaEn las hondonadas maternas de la piel, Colección Nación desde las raíces, Biblioteca Básica de los pueblos indígenas de Colombia, Bogotá, Ministerio de Cultura, 2010.

 



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