Revista Latinoemerica de Poesía

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El cangrejo ermitaño. De Arturo Gutiérrez Plaza.



 

Reseña de Néstor Mendoza

 

 

Gran parte de mi reducida biblioteca bogotana se abastecía de las ventas callejeras del centro. Eran libros que compraba, a muy bajo costo, en los alrededores de las estaciones Las Aguas y Museo del Oro. En estos sitios, es bueno acotarlo, sobresalía la voluntad pregonera de sus vendedores, casi todos, vale decir, venezolanos. En uno de estos espontáneos negocios encontré varias joyas, como aquel gran volumen ilustrado De ramas y secretos, de Adriano González León. También encontré primeras ediciones fundamentales de nuestro siglo XX y parte del XXI (al vuelo puedo mencionar títulos de Manuel Díaz Rodríguez, Arturo Uslar Pietri, Ana Teresa Torres, Federico Vegas, Alberto Barrera Tyszka y Francisco Rivera). Se podría decir que, modestamente, en la capital colombiana intenté rehacer mi vieja biblioteca de Valencia. En este tránsito me topé con Al margen de las hojas (Monte Ávila, 1991), primera publicación del poeta Arturo Gutiérrez Plaza. Recuerdo que ese día me acompañaba Geraudí, acabábamos de cobrar un dinero por un trabajo de corrección y nos metimos en un Oxxo a comprar jugo de mango y a ver con más detalle el botín encontrado. Saqué mi celular, le tomé una foto a la portada y se la envié a Arturo. En seguida respondió y su respuesta era una réplica mental de mi percepción previa: «¿A quién está dedicado?», me dijo. «A Nicolás Suescún», le dije. El libro estaba fechado en 1992, en Medellín.

Relato esta anécdota porque, desde mi modo de ver, la poesía de Arturo Gutiérrez Plaza se ha propuesto una dirección inequívoca desde el primer libro, aspecto que se puede corroborar si comparamos su ópera prima antes mencionada con su título más reciente, Cartas de renuncia (Fundación La Poeteca, 2020), libro que funciona como coda y continuidad de lo que el autor caraqueño ya se planteada desde sus inicios. De manera que la antología El cangrejo ermitaño (Visor/Fundación para la Cultura Urbana, 2020) es el zumo (y la suma) de todos los esfuerzos de Arturo, y para entenderla hay que deducir que la reiteración es fundamental en la obra de nuestro autor.  

Arturo tiene una convincente continuidad. Nos percatamos de que, tras cada nueva publicación, él trata de afirmar o afinar lenguajes preestablecidos por él y en él, nuevos motivos arropados con la misma tela expresiva. Pero esta es una impresión que podría tacharse de sesgada y quizás injusta. Arturo comprende su labor: la fidelidad a una manera de decir, que de alguna forma sigue los pasos de otros ejemplos latinoamericanos destacados, autores que reforzaron y replantearon los límites de un mismo poema. Lo atrayente de este empeño es su precocidad y su claridad para proyectar lo que ha edificado como su obra poética, y que esta antología, El cangrejo ermitaño, ejemplifica de la mejor manera. Si esta edición de Visor prescindiera del rótulo de antología, los lectores caerían en cuenta de que esta unidad no puede darse en un solo libro, y menos probable en un solo autor. Se pensaría, entonces, de que se trata de un nuevo poemario, que en efecto lo es si consideramos su estructura y la ausencia cronológica. Hagamos, pues, un recorrido por sus temas y sus formas.

Ubicar al poema en el ámbito de la comunicación permite comprender mejor su funcionamiento específico en este terreno. Porque lo que ya no resulta viable es concebirla como una forma de transmisión directa de una información más o menos unívoca. La poesía de Arturo se sostiene en la utilidad de los títulos de cada poema. Allí comienza la búsqueda, la comunicabilidad: la delimitación y dependencia del título respecto al cuerpo del texto. Esta poesía resuelve de antemano el problema de la unidad; lo resuelve de una manera categórica: evitando los retruécanos, lo ambiguo, habitando los paisajes tejidos por la descripción y el alejamiento un tanto quirúrgico del hablante poético. Esta unidad tiene un atributo que no tienen otras obras, lo cual puede ser tanto salvación como patíbulo: que esta poesía de Arturo no está cimentada sobre las obsesiones de la reescritura. Lo hecho (lo escrito, quiero decir), hecho está. No hay lugar para el arrepentimiento. Y no hay lugar porque la vigilancia está, como dije, planteada desde el principio. En consecuencia, en esta poesía es improbable la reescritura, y si existiese algún arrepentimiento sólo sería para dar mínimos ajustes y no cambios sustanciales.

Arturo conoce sus herramientas, sus recursos, temas y prejuicios. Estas constantes van de un libro a otro y no hace sino robustecerse en la medida en que los libros aumentan. Y es fundamental esta antología, que seguro será una bisagra en su trayectoria: por lo que significa publicar en esta editorial española y por su alcance en Latinoamérica. Es interesante acercarla, por ejemplo, y dentro de Venezuela, a la obra de Eugenio Montejo (sin duda, el más cercano referente de Arturo, tanto que el intercambio resulta simbiótico). Y también con otras generaciones, como los poetas nucleados alrededor de la resistencia ciudadana contra el Bagre Gómez. Esa línea estética que fue probada, en su momento (las primeras dos décadas del siglo veinte), por Jacinto Fombona Pachano o Rodolfo Moleiro.  Seguramente algunos lectores de la poesía colombiana, podría ser, hallarán algunas claves afines con esta poesía de Arturo, especialmente con aquellos poetas colombianos que han afianzado los atributos de la forma y el legado no abandonado de Silva. Estos poemas de Arturo se afilian a la dinámica del retorno, de la vuelta a la patria, como bien lo ha intuido con el epígrafe de Pérez Bonalde («Tierra de tanta luz…y tanto absurdo!»). Como añadidura, la influencia de Cadenas está más que presente en esta apropiación titulada «Escena conyugal», que no es más que la síntesis de al menos dos poemas del autor de Falsas maniobras (quiero decir, la recreación de al menos dos poemas puntuales: «Hotel» y «Matrimonio»).

Lo que nos entrega El cangrejo ermitaño es una colección de poemas en los cuales el pathos se mantiene al margen (existe, cómo no, pero con cierta teatralidad). La exaltación está supeditada a la meditación, al ritmo pensado, controlado, de los versos. El asombro viene de otras fuentes, la del hombre moderno que todavía es capaz de enternecerse, que debe atender compromisos bancarios, paternales, académicos, domésticos, cívicos y también hechos infaustos. Aquí todo tremendismo es insuficiente, y diría que hasta innecesario. Hace poco leía una conferencia de Mario Montalbetti, en donde promovía y explicaba el componente «físico» del lenguaje, y en este caso, del lenguaje poético. Dicho de otro modo, el poeta peruano hablaba sobre la transformación del lenguaje, cuando pasa de un estado a otro, del estado líquido (el hablado, podríamos decir), al poético (en un hipotético estado gaseoso). En otras palabras, nos hallamos ante una transformación de la materia sin la necesidad de perder sus cualidades originarias, es decir, sus cualidades de lenguaje comunicativo (poeta comunicante, lo llamaba alguien). Dice Montalbetti: «así como el agua cambia de estado físico por el calentamiento, el lenguaje cambia de estado físico por la poesía». Sigue siendo, a pesar de todo, lenguaje. En ese mismo proceso actúa la poesía de Arturo: se mantiene en los mismos renglones de la materia física que atisba el estado gaseoso: el lenguaje que comunica y prefiere dejar la experimentación para otras instancias.

Quiero dar algunos testimonios de mi lectura El cangrejo ermitaño: en estos poemas parece no haber modismos, regionalismos. Hay una noción de país, ciertamente, pero este  país es nombrado perifrásticamente. El español de Arturo se esfuerza en hacerse entender en los ámbitos del idioma: Yo sé que habité ese lugar,/lo juro, pues de allí vengo,/desde allá traje conmigo este cuaderno. Esto tiene a su vez un riesgo y una virtud: parecer una traducción literal de otra lengua y al mismo tiempo vencer las limitaciones semánticas dentro de la propia lengua española, ese otro país recreado por el poeta, recurso utilizado igualmente para nombrar su universo de temas, personajes y lugares. También noto esto incluso en las dedicatorias (En memoria de todos ellos, del poema «El único encuentro»; o en Para aquellos afectos devenidos camaradas, epígrafe del poema «Memoria de una antigua amistad»), en las cuales la generalidad puede permitir una ambigüedad no tan nociva en el poema. Pero no seamos intransigentes: para Arturo sí existen algunos topónimos y algunas especies arbóreas que permiten el arraigo, tal es el caso del samán, un árbol heroico, dice el autor, y que por su gravedad y semblante conservador me recuerda al tono de la silva bellista. No son casuales estas alusiones con la tradición poética venezolana, en la que también es tangible la presencia de otros autores fundacionales. Poesía sintácticamente correcta, desde lo normativo, aunque de vez en cuando el autor acuda a un controlado desliz con el espaciado y la supresión; poesía que tiene presente a sus interlocutores, de allí que pocas veces los pierde de vista. Poesía que habla de la destrucción de una ciudad como si describiera simbólicamente la destrucción de un país. Pareciera que Arturo utilizara como texto base o texto fuente aquel ya clásico poema de Quevedo. Poesía ciudadana, en el mejor de los casos, poesía que hace del yo poético un hablante cívico o vocero de las responsabilidades consensuadas. Vuelvo a la noción, o a la tesis, digámoslo así, del único poema que se escribe en cada libro: la necesidad de afirmación o de alerta: hay que nombrar el mal (el cuerpo, el paisaje) tantas veces como sea posible, para de esta forma evitar o al menos atenuar o atraer sus estragos o sus goces. Por eso esta poesía semeja la dignidad de un discurso o de una alocución (otra vez Andrés Bello). El recato es otra característica de El cangrejo ermitaño. Inclusive en los poemas más abiertamente carnales, como el poema «Cuerpos (con) versos», el autor dice teas pero en mi mente malintencionada resuena la palabra con una t adicional. ¿Un ardid del autor o una deformación del lector?

 

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Arturo Gutiérrez Plaza [Caracas, 1962]. Poeta, ensayista, profesor e investigador universitario. Ha publicado en Caracas los libros de poesía Al margen de las hojas [1991]; De espaldas al río [1999]; Pasado en limpio [2006] y Cuidados intensivos [2014]. Publicó en México Principios de contabilidad [2000] y en Madrid El cangrejo ermitaño. Antología poética [Visor, 2020]. Entre sus libros de ensayos, investigación literaria y antologías publicadas en Venezuela, se cuentan Lecturas desplazadas. Encuentros hispanoamericanos con Cervantes y Góngora [2009]; Itinerarios de la ciudad en la poesía venezolana. Una metáfora del cambio [2010] y Formas en fuga. Antología poética de Juan Calzadilla [2011]. Las palabras necesarias. Muestra antológica de poesía venezolana del siglo XX apareció en Santiago de Chile en 2010. Profesor titular de la Universidad Simón Bolívar, es magíster en Literatura Latinoamericana y PhD en Lenguas Romances y Literaturas. Ha obtenido, entre otros, el Premio de Poesía de la Bienal Mariano Picón Salas [1995], el Premio Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz [1999] y el Premio Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana [2009].



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