Revista Latinoemerica de Poesía

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Aristides Vega



 

La piedra


Bajo una piedra reposo mi angustia,
mole que nadie podrá mover
ni siquiera cuesta abajo, donde la ciudad
parece tener la desolación de esos pueblitos
que crecen a orillas del mundo.
Sentado sobre la piedra,
sin deseos de entender los símbolos
que otros trazaron en su irregular superficie.
Estoy harto de símbolos. Harto de la vaciedad
de las palabras con que se describe el holocausto.
Desazón, dice la madre al hijo.
Desazón, el chofer del Pontiac del cincuenta y cinco
al despedir al que llega a su destino.
Desazón, le repite la mujer sin levantar la vista
frente a un televisor que intenta preservar el país
que ya no existe.
Pongo bajo la piedra mis manos.
Como si la sostuviese.



Cabeza de familia


Alumbro el patio en la madrugada
para ver los ojos de los animales
que vienen a comer de mis residuos.
Animales que no gimen ni pelean entre ellos.
Sus entrenados dientes hacen traquear los huesos
con un sonido que siempre asocio al hambre.
Se alimentan en silencio sobre la sombra,
como lo hicimos en aquellos años
cuando tuve la suficiente experiencia
para llegar al tuétano de los huesos
que mi hija había despojado de carne;
como lo hicimos en aquellos años
también en silencio sobre la sombra,
bajo el vaivén de una lámpara de keroseno,
igual a esos animales que ahora contemplo.

 


La jarra


Déjame llenar de leche
el oscuro foso de esta jarra
de la que desconocemos casi todo
como para que sea ahora otro misterio.
No hay quién asegure
en qué horno le concedieron
su particular forma griega,
ni quién pudo colocarla en la cocina
hace más de cien años
cuando ninguno de nosotros estaba.
Permíteme llamarle mi jarra
y desplazar mis labios en su borde.
Sentir el frío que transpira la porcelana
con dibujos de ingenuos trazos
que simulan los de un niño (tan frágil)
que le temblaba la mano.

 

 

El dibujo

Para Liset Trigo

Fijando con pulcritud en el dibujo la belleza,
las líneas perfectas del horizonte más distante;
líneas donde se acomodan fecundas nubes
que viajan desde remotos parajes, capitales del mundo,
tierras desprovistas del espléndido paisaje
que ahora engalanan.
Son tierras pobladas por músicos
cuyos instrumentos cargan con pereza.
A su paso se le aparecen los adolescentes
con el disfraz que pudieron apropiarse,
las bellas muchachas con mazos de romerillos
Motivadas por el ritmo de la música
huyen de sus casas como aves de una jaula
buscando la sombra de los altísimos árboles
que hincan el cielo, el mismo cielo
bajo el que las madres cosen con sus máquinas Singer
Los alfareros crean para ellas las vasijas más disímiles;
sus esposos, los pastores, se tienden sobre la hierba
junto a los lentos animales.

El aguijón clavado en el silencio,
el peso del viento, la porcelana quebrada
que retiene el pez en el agua
para ser vertido en la quietud del mar
pasada la hora de turbulencias.
La glorieta del parque y los enamorados
olvidados de cuanto los rodea.
Como los espejos cuarteados
que reflejan varias realidades a la vez,
es el dibujo de Sigfredo Ariel.

 


Entrenamientos

A Baby Casañas


Al salir del cine, ejercitándonos
en conversar sobre temas esenciales,
con la misma pasión que otros se entrenan
para disfrutar del éxtasis
o a hacer crecer su musculatura.
Nos acomodamos a la entrada
de una casa en ruinas,
reclinados sobre una enorme puerta
de madera carcomida
a la que le han hundido símbolos budistas,
el símbolo de libertad, paz y amor de los sesenta
y sobre ellos ciertas alegorías yorubas,
que solo se trazan instantes antes
de sacrificar a un animal.
En estos mismos terrenos abandonados
vertieron su sangre
mientras otros inhibían gestos y frases
inspiradas por una noche común.
Trazos frágiles blandidos a la madera
con la uña limada del dedo índice
expertos en labrar mensajes para la eternidad.
Símbolos desconocidos,
letras escritas con sobresalto
que simulan desprenderse
de la madera húmeda.
Sentados sobre el quicio,
en el umbral de una casa en ruinas,
como quien precisa de un oscuro rincón
del universo para exponer su desazón.
Pese a la escasa luz, los insectos,
el hedor a carne descompuesta
del animal ofrecido a una deidad,
por desespero más que por fe,
me examino las manos
en pose de esperar pacientemente
el paso de un ómnibus o un tren
que pueda transportarnos
hacia otra vida (pasado o futuro),
a esa otra dimensión por la que aguardamos
sobre una gran piedra
(resultado de algún evento telúrico)
sujeta con fortaleza por los enraizados sargazos
simulando ser una gran mancha de petróleo
arrimada al abismo del mar.

Sentados sobre el quicio,
en el umbral de una casa en ruinas,
a ver si atinas a la palabra precisa
con la que puedas explicarte
todo cuánto te rodea e irrita.

 

 

 



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