Revista Latinoemerica de Poesía

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74. Ramón Cote Baraibar



 


Nota y selección de Santiago Espinosa

“Nos dice Ramón Cote en uno de sus primeros poemas: “Hacer visible el tiempo”; esto ha venido haciendo el poeta por más de 30 años, conformando una de las obras más sugestivas y originales de la poesía colombiana. Levantar capas de pintura para nombrar el tiempo que se esconde detrás de ellas. Rastrear “vestigios y fulgores” bajo los infinitos estratos en que se funda una ciudad. Medirle el pulso a las personas para saber la magnitud de lo permanece o se despide”.

Acá una selección de poemas de Ramón Cote Baraibar (Cúcuta, Norte de Santander, 1963)

 

 


ANTES DE LLEGAR AL PÁRAMO

Y de pronto todo calla, todo se refugia,
todo se recarga en el silencio,
y el aire se detiene por un momento
frente a cada labio, antes de la palabra.
Se ha parado el motor.
Parece como si los montes oscuros
bajaran a mirarnos.
La Berlina está varada antes de llegar al páramo.
La noche intenta romper una ventana.
Adentro se inicia cierta confusión
de cuerpos y maletas, de sílabas,
de miradas dormidas, de pertenencias;
cierta ebriedad recorre
la posición de los asientos:
cierto delirio del desorden, de la comida guardada,
acompaña al silencio y se apodera
de cada uno de los pasajeros.
Alguien hunde su uña en una naranja.

Es muy tarde y ya no se ve Bucaramanga.
Hay sueño y cansancio de por medio
Afuera ya suenan las herramientas.
El asfalto aparece de inmediato
a la llamada de la linterna
como un animal encandilado,
que lentamente se esconde en la próxima curva
envuelto en su vaho, sudando
su saliva vaporosa.
Parece como si todo continuara,
como si fuéramos los últimos.

 

 

 

 

DEMOLICIONES

Esta es la provincia más saqueada, la princesa impotente sepultada entre las zarzas. Este es el territorio del eco, el espacio elegido por la pasión heráldica de la humedad para trazar con la punta de su espada el inicio de todas las destrucciones.

Sólo los niños comprenden que las casas demolidas son el lugar indicado para inventar sus ceremonias y convierten los lavaderos sin pedir permiso y con los ojos abiertos hasta la tiniebla, en improvisados altares del sacrificio. Reúnen ladrillos como si participaran de algún rito iniciático y se sientan alrededor de los escombros con la seriedad exigida en los templos. Y le asignan a la escalera desolada, a su aturdido caracol de madera, el poder de un observatorio.

Aprovechando la llegada de la noche amontonan los desperdicios arrojados por los vecinos, recogen el pasto seco desdeñado por los jardineros y encienden una fogata con ese resto milagroso de alcohol que empapa las botellas vacías. Para algunos ese será el primer recuerdo del fuego, el ardor de su nombre pronunciado en la combustión de las llamas.

Sobre la pared huérfana, descubierta y desprovista de la casa vecina, más allá de los restos de azulejos de los baños y casi a punto de tropezar con el cielo, se arrastra una línea diagonal que marca el perfil de la casa desaparecida, como una cicatriz brutal y dolorosa. Los nuevos propietarios se apresuran a levantar, como una lápida intrusa, la valla que anuncia la empresa encargada de la demolición y el torpe dibujo a colores del próximo edificio.

 

 

 

 

FOTÓGRAFO DE LOS PARQUES

A mi hermano Pedro

Como un general ante el paredón, el fotógrafo de los parque alzó su mano firme en señal de detenimiento. Su orden resonó como una detonación entre los transeúntes y el cielo quedo cubierto por una estampida de palomas.

Lo suyo son los domingos. Los domingos soleados y sin escapatoria. Ese día sobresale en medio del parque una flor alta y paralítica que se apoya con decisión sobre tres largas muletas de la guerra de los mil días. En su cúspide, se aprieta un halcón negro, rectangular y milagroso, que abre y cierra su párpado metálico a petición de los amantes.

Son secretos los procedimientos de su propietario y su inclinación pertenece a otro jardín, donde la muerte como un despiadado coleccionista se apresura a guardar cada uno de los retratos, para después en su gabinete virarlos al sepia.

Hablando ceremoniosamente con su halcón bajo un trapo que alguna vez fue negro, cruzando palabras desconocidas, la ciudad amplió sus límites, se le fue de los labios. Su maquinaria de origen alemán, de nombre altisonante y preciso, detuvo al tiempo, pero otro tiempo tiempo lo tocaba por los hombros, como un azucena blanca.

Su repertorio de frases costumbristas era breve pero eficaz. “Hasta que la muerte nos separe”. “Al fin solos” o aquel “Quién iba a creerlo” enmarcaban a los fugitivos con sonrientes querubines, quienes guardaban esa foto a la altura del pecho hasta el día de la bala perdida, del incendio, de los santos óleos.

Después, ya se sabe. Vino la proliferación de cámaras manuales, los cursos acelerados para fotógrafos, la paulatina deserción de las plazas, la desconfianza hacia las estatuas ecuestres. Y su clientela huyó como los aviones de balso que le disputaban la posesión del cielo.

 

 

 

 


ORACIÓN POR EL FOTÓGRAFO DE LOS PARQUES

Un desprevenido cementerio con las fotos de los errantes cuelga de tu trípode triunfal y funerario. Y ya nada las agita en las tardes de domingo. Desaparecerá tu perfil de las baldosas amarillas y también la sombra alargada de tu árbol milagroso. Abrigado con trajes gruesos, bajo varias franelas, como si estuvieras en desalojo permanente, abandonarás tu sitio ocupado durante años, allí donde tu mano solitaria siempre en lo alto tuvo el poder de la posteridad.
Se avecina una borrasca. Los truenos muerden con rabia los montes. Entonces, te echarás al hombro tu trípode como un herido de guerra y vagarás por las calles apretando tu álbum contra el pecho. Y protegiendo con tu gabardina al halcón moribundo que cierra su ojo privilegiado, te detendrás bajo el alero de un Ministerio inconsolable y voltearás despacio el sombrero, ese sombrero gris de tantos años, en espera de la caída de la primera limosna. Y alumbrado por el último relámpago reinarás para siempre en la inmovilidad.

 

 

 

 

EXPULSIÓN DEL PARAÍSO
Masaccio

Para Renato Sandoval

Ni siquiera las lágrimas
espesas como el mercurio

ni el yunque ardiente
que les quemaba muy adentro

ni los kilómetros de zarzas
que hicieron sangrar sus tobillos

ni la prolongada llovizna
que los recibió de pie en la intemperie.

Nada, nada de eso, ni las semanas ni las arenas
ni las sucesivas generaciones

han podido borrar de nuestros cuerpos
ese aroma a jazmín que un día muy lejano

trajeron del Paraíso.

 

 

 


RES DESOLLADA
Rembrandt

Para Antonio López Ortega

Cómo sabes que me corrompe el aire.

Por qué te enamoraste de mi ahora que cuelgo
y enumeras cada una de mis costillas,
y con detenimiento observas los nudos de mis tendones
como si me hubieras visto alguna vez pastar entre los campos.

¿Acaso te reconoces en mis heridas?

Si esto llegara a ser cierto, hermano mío, entonces
déjame abrirme en carne viva
para mostrarte mi fragante entrada a la muerte.

Termina de una vez por todas, pintor de cara triste,
mira que muy pronto me llamarán pestilente
y me convertiré en la atracción de todas las moscas
de este matadero de Amsterdam.

 

 

 

 

AVISO DE TORMENTA

Pasan las horas de la tarde y este gris
acumulado durante semanas no se decide
a ser tormenta.
Por todas partes de la ciudad se siente un presagio
de trueno, por todas las esquinas se huye
de su amenaza de metal,
como de un temible cuchillo.
Quizás eso explique el esquivo
perfil de sus habitantes, el retroceso
de palomas en los parques,
el angustioso pregón de los loteros y hasta la impaciencia
de los vendedores de paraguas.
Sucede que de su veredicto depende
tanto cautiverio. Basta una advertencia,
un tácito relámpago rasgando el cielo
para que Bogotá sea limitada y muda,
y para que los cerros del oriente,
que parecían protegernos,
se conviertan en cómplices de su resonancia.

Así se vive en esta ciudad de las alturas:
esperando que pase lo peor
y llegue el día en que todos
podamos habitar la merecida inmensidad
del azul que desde hace siglos se nos niega.

 

 

 

 


CEREZAS & GRANIZO

Todo sucedió en la primera semana de marzo
cuando por fin cayeron las cerezas.

Y no cayeron por maduras, por redondas, por rotundas,
cayeron por culpa del granizo y su inexplicable cólera.

Después de la tormenta, sobre la compacta blancura del parque,
empezaron a brotar aquí y allá

mínimas manchas de color púrpura,
como si fuera el vestido nupcial de una novia apuñalada.

Fue tanta la prohibición de febrero y la excesiva codicia
entre las altas ramas, las que provocaron esa avalancha de niños

a quienes no les importó cortarse los labios con esa nieve de vidrio
con tal de poder reventar su piel entre los dientes.

Cuando pasados los años alguien les pregunte
por el definitivo sabor que los devuelve a la infancia,

no dudarán en decir que el sabor de las cerezas,
el sabor a venganza que tenían esas cerezas heladas,

y enseguida añadirán que todo sucedió en un lejano marzo,
en su primera semana, después de una tormenta,

cuando el granizo del parque se fue tiñendo de rojo,
como después su vaho, como las puntas de sus dedos,

como también su memoria, desangrándose, ahora al recordarlo.

 

 

 

 


LA CIUDAD DE LOS PUENTES AMARILLOS

Cuando llegas a tu casa por la noche
tienes por costumbre buscar esas monedas
que se han ido acumulando al fondo de los bolsillos
para armar con ellas mínimas torres
o altas columnas, según el día.
Quien desde la ventana de enfrente te vea
podría decir que pareces un mendigo
o un vulgar avaro que reúne con codicia
sus posesiones, aunque este no sea tu caso
y aunque a primera vista lo parezca.

Pero esas monedas de distintos tamaños y variadas
denominaciones son restos, gastados
testimonios que entregas y recibes diariamente,
y sin que tú mismo lo sepas alguien los va anotando
en su enorme libro de contabilidad,
para saber exactamente el precio que pagas
por cruzar esa ciudad de los puentes amarillos.

 

 

 

 


MIS MUERTES

A los dieciséis años
uno de mis mejores amigos del colegio
se pegó un tiro en la cabeza
por una decepción amorosa.

A los treinta y nueve
mi más admirado profesor de literatura
murió de hipotermia en un río,
por salvar a su perro que se ahogaba
bajo una engañosa capa de hielo.

A los cuarenta y cuatro
un poeta norteamericano que acababa
de conocer desapareció para siempre
en una remota isla al sur del Japón
por ver de cerca la boca de un volcán.

Muchos dirán con sangre fría
que la impaciencia del primero,
la extrema confianza del segundo
o el imprudente proceder
del tercero, fueron la causa determinante,
como si su explicación pudiera justificar
los resultados.

A lo largo de la vida
uno va acumulando muertes
y se empieza a pensar sin quererlo
en cuál de esas será la suya,
si será por amor, Sergio, por lealtad,
Eduardo, o por valentía,
Craig.

 

 

 


Ramón Cote Baraibar (1963) es graduado en Historia del Arte por la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado los libros de poesía Poemas para una fosa común (1984, 1985), Informe sobre el estado de los trenes en la antigua estación de Delicias (1991), El confuso trazado de las fundaciones (1992), Botella papel (1999), Colección privada (2003), Premio de Poesía Americana de la Casa de América de Madrid, España, Los fuegos obligados (2009), Como quien dice adiós a lo perdido (2014) y Hábito del tiempo –antología– (2015), así como antologías y libros de cuentos e infantiles.

 

 



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