Revista Latinoemerica de Poesía

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Meditación interrumpida de Robert Hass



 

Recién aparece la antología Meditación interrumpida del poeta norteamericano Robert Hass (San Francisco, 1941). La selección y la traducción es del poeta colombiano Santiago Espinosa y la publicación estuvo bajo el cuidado de Valparaíso Ediciones, 2021. En palabras de Louise Glück “Hass tiene una capacidad de empatía que trasciende nuestros límites. Al igual que Ceslaw Milosz tiene esa maestría en el tono, ese don asombroso de la inteligencia, para dotar nuestro discurso cotidiano con un subtexto de insospechadas resonancias”. Compartimos tres poemas de este libro con la firme certeza de que estamos ante uno de los grandes poetas de nuestra época:

 

 

 

 

CIMBELINO

Todo lo que hacemos es una explicación del amanecer.
La muerte lo explica. Hacer el amor lo explica.

Las últimas obras de Shakespeare lo explican.
Somos tan ignorantes como al principio.

Levantamos Stonehenge una y otra vez
Pensando que servirá de algo para saber dónde

O al menos cuándo. Hay una llama doble entre dos piedras
Nos eleva, igual que el sexo al arquear el cuerpo, nos conduce, más arriba,

Y nadie sabe cómo o cuándo se va a detener,
Así que todo lo que hacemos es una explicación del amanecer.

 

 

 

 

 



MÚSICA TENUE

Tal vez necesitas escribir un poema sobre la gracia.

Cuando todo lo roto está roto,
y todo lo muerto completamente muerto,
y el héroe se ha mirado en el espejo con desprecio,
y la heroína ha estudiado su cara y sus defectos
sin ninguna compasión, y el dolor que pensaron
que podría liberarlos de ellos mismos,
como un emblema de su propia convicción,
ha perdido su novedad y no los ha liberado de nada,
cuando han comenzado a pensar, con una amabilidad distante,
mirando a los otros que avanzan con sus días
—sus gustos y disgustos, sus razones, sus hábitos y sus miedos—,
que el amor propio es la única mala hierba
que necesita el ser humano para florecer,
y han comprendido por esto mismo
por qué la han defendido tan furiosamente todas sus vidas,
y que nadie —exceptuando a algún santo
casi inconcebible en su refugio de pobrezas y silencios—
puede escapar a este violento e inmediato
compañero de la vida, tal vez entonces, luz ordinaria,
música tenue bajo las cosas,
algo como la gracia se sacuda desde el fondo.

Como la historia que un amigo me contó sobre la vez
en que trató de quitarse la vida. Su mujer lo había dejado.
Sentía abejas en su corazón, luego escorpiones y gusanos, luego cenizas.
Se había trepado al puente para saltar desde la viga
que está más próxima a la bahía. Era una tarde azul y luminosa.
En medio de la brisa del mar pensó en la expresión comida de mar,
había algo ligeramente ridículo en ella.
Pues nadie dice comida de tierra. Pensó que era un epíteto denigrante
para la perca, que él mismo había sacado del agua
con su brillo de arcoíris, pescando desde los acantilados,
denigrante para la lubina, sus escamas como un carbón pulido
sobre el lecho de las algas, a todo lo largo de la costa,
y comprendió que la expresión sólo se refería a cangrejos o a mejillones,
a las almejas. De lo contrario bastaría que los restaurantes
usaran la palabra pescado en sus avisos, entonces despertó, —había dormido
                         unas cuatro horas,
acurrucado contra la viga como un niño— el sol comenzaba a caer
y se sintió un poco mejor pero asustado. Se puso la chaqueta
que había usado como almohada, trepó por la baranda
con cuidado, y condujo su carro hacia una casa vacía.

Había un par de calzones amarillo limón colgando de una perilla.
Los revisó atentamente, eran de ella. Estaban muy bien lavados.
Una mancha rojiza en la entrepierna lo hizo sentirse enfermo,
lleno de rabia y de tristeza. Él sabía más o menos donde estaba
ella ahora. En algún apartamento de Russian Hill.
Estarán terminando de hacer el amor, ella habrá soltado
algunas lágrimas mientras acaricia la barbilla de aquel hombre,
agradecida. “Dios”, dirá ella, “me haces tanto bien”.
Desde las colinas se puede ver la vista del puerto y la bahía,
las luces que titilan en la niebla.
“Estás triste”, dirá él. “Sí”. “¿Estás pensando en Nick?”
“Sí”, responderá ella poniéndose a llorar. “Traté con todas mis fuerzas”,
sollozando ahora, “Realmente lo traté”. Y entonces él
la abrazará un momento, —en la pared los tejidos guatemaltecos
de sus trabajos de campo— y volverán a coger, y ella
llorará otra vez más, y luego se irán a dormir.

Y él, que sólo quisiera repetir la escena una vez más,
una vez y media quizás, se dirá a sí mismo que va a cargar
con esto por un tiempo largo, pero que no podría hacer nada
distinto que cargarlo. Sale al pórtico de la casa,
escucha el bosque en la oscuridad del verano, los madroños
que se agrietan y se tensan con la llegada del frío.

No es esta la historia ni el amigo que te dice
algún día, “pero entonces me di cuenta de que las cosas…”
que es precisamente la parte de las historias que uno no termina
de creerse. Al escucharla pensé que el mundo
está tan lleno de dolor que uno está en la obligación
de cantar de alguna forma. Y que esta secuencia nos ayuda,
al menos si se sigue en orden:
primero el ego, luego el dolor, y luego el canto.

 

 

 

 



DE VISITA A LA ZONA DESMILITARIZADA EN PANMUNJON:
UN HAIBUN (1)


A la imaginación humana no le va tan bien con los grandes números. Más de dos millones y medio de personas murieron en la Guerra de Corea. Parece que se necesita de más tiempo para echar a perder semejante número de cuerpos. Quinientos mil soldados chinos murieron en la batalla, o por enfermedad. Un millón de surcoreanos murieron, cuatro de cada cinco eran civiles. Un millón cien mil de Corea del Norte. Las cifras son inexactas, pensar en ellas te puede hacer sentir adormilado. No todos los “surcoreanos” nacieron en Corea del Sur; algunos nacieron en el norte y se fueron al sur, por razones familiares o religiosas, políticas, justo en los años en que se dividió el país. Algo muy similar ocurre con los “norcoreanos”. Durante la guerra la mitad de las casas del país fueron destruidas, igual que casi todos los edificios públicos y las industrias. Pyongyang fue bombardeada con un promedio de mil bombas por kilómetro cuadrado, una ciudad que había sido el hogar de cuatrocientas mil personas. Veintiséis mil soldados estadounidenses murieron en la guerra. No hay ninguna evidencia de que los seres humanos hayan asimilado estos números. Deberían provocar, al menos, un sentido de vergüenza colectiva. Puede ser que estas cifras escabrosas sean muy difíciles de mantener en la mente. Quizás sea por esto que sentí una leve nausea, cuando nos trasladamos desde el bus de los civiles hacia un bus militar en la parada de Panmunjon. Los jóvenes soldados han sido entrenados para hacer bien su trabajo y transferir nuestros cuerpos, vestidos con trajes de verano, con tanta precisión y despacho que todo parecía muy teatral. Eran hombres jóvenes. Querían ser admirados. Encuentro muy difícil explicarme a mí mismo lo que sentí por ellos, a quienes convertimos en nuestros instrumentos.

La ráfaga del blanco entre las torres de vigilancia
–¿neblina de río?, ¿una fiesta de bodas?–
son garzas ganaderas que anidan en lo alto de los sauces.

 

 

 

Robert Hass. Tomado de Meditación interrumpida. Selección, traducción y prólogo de Santiago Espinosa. Ediciones Valparaíso: Granada, España, 2021.

 

 

Robert Hass, nació en San Francisco, en 1941, estudió en el St. Mary College y en la Universidad de Stanford. Entre sus libros de poesía destacan: Guía de campo (1973) Alabanza (1979), Deseos humanos (1989), El sol bajo el bosque (1996) y Tiempo y materiales (2007), que obtuvo del Premio Pullitzer y el National Book Award. A Comienzos del 2020 se publicó en los Estados Unidos Nieve de verano, traducido por primera vez en esta edición. Entre sus traducciones se destacan las versiones sobre los grandes maestros del Hai-Ku japonés, así como sus colaboraciones con los Premios Nobel Tomas Tranströmer y Ceslaw Milosz, quién fue su vecino en California durante casi dos décadas. Su libro de ensayos Placeres del siglo XXI, ganó el Premio Nacional del Círculo de Críticos, en 1984. Entre 1995 y 1997 fue designado como Poeta Laureado de los Estados Unidos, donde lideró una intensa labor para la protección de los ríos en todo el mundo. Actualmente vive en Berkeley junto a su esposa la poeta Brenda Hillman, y es profesor de la Universidad de California.

 

Santiago Espinosa (Bogotá, 1985). Poeta y ensayista, traductor. Es profesor de la Universidad Central y del Gimnasio Moderno de Bogotá, donde Dirige la Escuela de Maestros. Es el autor de Escribir en la niebla, (Granada, España, 2015) compilación de ensayos sobre 14 poetas colombianos, y del libro de poemas El movimiento de la tierra (Granada, España, 2017), ganador del Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2016. En 2019 apareció en Turín Detrás de lo que escribo siempre hay lluvia, antología de sus poemas traducida al italiano. Meditación interrumpida es su primera traducción. 

 

 

 

[1] N.T.: “Haibun” es forma poética de origen japonés que alterna la prosa y el hai-ku. La zona desmilitarizada o DMZ, por sus siglas en inglés, es paradójicamente una de las zonas más militarizadas del mundo, se extiende por la frontera divisoria de las dos Coreas. En la región de Panmunjon fue firmado el armisticio que dio fin a la guerra entre los dos países.

 

 

 



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