Revista Latinoemerica de Poesía

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3. Jorge Gaitán Durán: un rito de iniciación



 

Jorge Gaitán Durán (Pamplona, 1924 - Point á Pitre, 1962)

 

 Por Santiago Espinosa

 

La muerte alcanzada

Hay obras donde pareciera que los poemas, entre la anticipación y la memoria, sólo adquirieran un sentido pleno tras la muerte de los poetas. Como si las circunstancias específicas de la muerte fueran la última coda de una escritura, lo que determina su unidad. Rilke y las últimas rosas. Mandelstam viendo crujir el hielo. Escribe Jorge Gaitán Duran el 25 de Marzo de 1959, dos años antes del accidente: “…siempre viajamos hacia el paraíso. Con el viaje concluye una iniciación”, y agrega más adelante en la misma página de sus Diarios: “no se si se haya advertido el simbolismo del avión: volamos, nos hemos desprendido de nuestra condición terrestre y ascendemos en busca de una condición a la vez nueva y antiquísima como el chamán que sube al cielo montado de su tamborín para restaurar la comunicación original –luego olvidada- entre el hombre y los dioses”.

El escritor como un héroe viajero, que anda por la tierra buscando y buscándose. El poema como un viaje –erótico o espiritual, real o imaginario-, un anhelado tránsito entre los mundos donde el poeta, frente a lo repentino de su muerte, se convierte en profeta y víctima de sus propias revelaciones. Y es entonces cuando los versos parecen nacer de una oscuridad posterior, de un vacío, y hacia ella nos dirigimos en una lectura retrospectiva que poemas tras poema, libro tras libro, van completando un complejo camino de aprendizaje. Poesía y lector, vida y obra, encuentran su ansiada síntesis en el silencio de la escritura.

Escribe el propio Gaitán Durán en El regreso, uno de sus poemas más memorables, y que a la vuelta de una vida encuentran en la muerte su sentido revelado:

 “El regreso para morir es grande. (Lo dijo con su aventura el rey de Ítaca). Mas amo el sol de mi patria, El venado rojo que corre por los cerros, y las nobles voces de la tarde que fueron mi familia. Mejor morir sin que nadie Lamente glorias matinales, lejos Del verano querido donde conocí dioses. Todo para que mi imagen pasada/ Sea la última fábula de la casa”.

Todas estas premoniciones ocurren en un autor que escribe diarios, que al publicarlos junto a sus poemas hace de ellos un necesario contrapunto para entender sus creaciones. Un autor que publica sus diarios se somete a un pacto con fuerzas extrañas, vende su alma al demonio de la casualidad. Transcurridas las circunstancias de una vida se corre el riesgo de que ciertas afirmaciones, aparentemente dispersas, adquieran el valor de un talismán en el tiempo. Gaitán, que desde sus primeros libros escribió sobre la muerte, quizás sabía de antemano que la muerte terminaría por escribirlo a él, en una trama de viajes que abarca la vida y la obra en una misma pulsión ascendente.

 

 

 

El hombre y su revista

La muerte es la que engloba a esta escritura de cara a su final, pero con Gaitán sería mucho más que esto. Su accidente aéreo, más que cualquier otro evento de la barbarie nacional, roturó la sensibilidad de su generación hasta cambiarla por completo. La conciencia desalentada de su tiempo, su búsqueda en el vértigo, encontró en el siniestro de su amigo el emblema de sus derrotas, un momento de incertidumbre que puso en crisis hasta las mismas posibilidades creativas de sus contemporáneos más cercanos.

Basta un breve repaso para evidenciar este lamento colectivo: Fernando Charry le escribe el poema que cierra Los Adioses, un final inmejorable para expresar un estética elegiaca, de muertes tempranas y promesas huidizas. Eduardo Carranza le había dedicado a Gaitán El olvidado, su paso del alarde amoroso a la muerte en el tiempo, y que ante el accidente de su amigo encuentra una coincidencia trágica e insospechada. Álvaro Mutis lo recuerda en La cita, un respectivo in memoriam que entre muertes de olvidos y leyendas, vidas truncadas, aparece en Los trabajos perdidos para arruinar toda esperanza.  Eduardo Cote Lamus, -anticipándose a su propia suerte-, le dedica esa gesta de derrotas verbales que es Estoraques, su último libro.

Quien moría en ese accidente aéreo no sólo era un poeta de 37 años, que apenas comenzaba su plenitud estética con Si mañana despierto, publicado un año antes de su muerte. Gaitán Duran fue el fundador y director de la revista Mito, el que podría ser proyecto estético más importante de nuestra historia.

Mito publicó los textos sobre arte de Marta Traba, la crítica argentina que entre iluminaciones y exclusiones -justa o injustamente en algunos casos-, terminó por direccionar esa edad de oro de la plástica colombiana: Alejandro Obregón y Fernando Botero, Augusto Ramírez Villamizar y Edgar Negret. Publicó los ensayos de Jorge Eliécer Ruiz, los textos de filosofía o política que supieron dar cuenta de las derivas de su tiempo. Presentó para toda América Latina inéditos de Octavio Paz, Vicente Aleixandre. Traducciones de textos de Saint John Perse, Gottfried Benn, Malraux y Jean Genet, entre muchos otros. En sus páginas Carlos Fuentes fue publicado por primera vez en Sur América. El mismo Borges confesaba que de no haber sido por Mito, no se habría conocido su obra por fuera de la Argentina. “Con Mito comenzaron las cosas”, dijo Gabriel García Márquez alguna vez, quien publicó en la revista algunos de sus cuentos y El coronel no tiene quien le escriba.

Los cincuentas tuvieron en las páginas de esta revista un espíritu crítico y reflexivo, en las publicaciones de esta editorial sus vasos comunicantes. Bajo la encrucijada de estos tiempos: fracaso de los partidos políticos, violencia y dictadura, un país en el estancamiento de sus búsquedas y el fracaso de sus anhelos, Mito fue una ventana para dialogar con el mundo, después de varias décadas de relativo aislamiento, un espejo reflexivo para verse como país, en medio de un espíritu vergonzante que veía todo lo propio como inferior a sus expectativas. En una palabra, esta revista fue el catalizador y el cómplice para estas conmociones artísticas, una apuesta desde los intelectuales que ante la dificultad de su tiempos, la dificultad de escribir sobre ellos y a pesar de ellos, vieron en Mito el escenario para sus frustraciones y aventuras.

Como lo expresa Armando Romero: “Mito es una toma de conciencia del intelectual tradicional y joven colombiano de que algo tenía que cambiar, de que había que transformar la conducta social, cultural y política del país”. Y agrega más adelante: “Porque Mito no sólo sería una revista: al convertirse en el centro de la actividad de un grupo de intelectuales, representará una línea de acción política que de una u otra manera incidirá sobre la república”.

Mito fue fundada en 1955, en plena dictadura militar del general Rojas Pinilla. Sobrevivió a todas estas represiones con dignidad, y hasta la muerte de Gaitán Durán nunca cedió una sola página de sus 42 números, sin importar las represiones o a las dádivas. Frente a una violencia generalizada que borraba los rostros, endilgada por uno y otro bando a su enemigo, Mito indagaba el problema desde sus causas. Abría las puertas a un diálogo nacional, como el que quiere restaurar los rostros, las ideas, para tratar de conciliar a un país atrincherado en sus rencores.

Todo esto lo hizo Mito con independencia, criticando a los partidos tradicionales y a los grupos de izquierda, aún comandados por el fatalismo soviético. Dándole la voz a conservadores y liberales, marxistas o ácratas, pues su problema era insistir en la importancia de la reflexión, restituir en el lenguaje una capacidad de criticar o transformar los tiempos. Esta perspectiva se veía reflejada desde el primer número, en el editorial que escribió Gaitán junto a Hernando Valencia Goelkel:

“Las palabras están en situación. Sería vano exigirles una posición unívoca, ideal. Nos interesa apenas que sean honestas con el medio donde vegetan penosamente o se expanden triunfales. Nos interesa que sean responsables…Rechazamos todo dogmatismo, todo sectarismo, todo sistema de prejuicios. Nuestra única intransigencia consistirá en no aceptar nada que atente contra la condición humana. No es anticonformista el que reniega de todo, sino el que se niega a interrumpir su diálogo con el hombre. Pretendemos hablar y discutir con gentes de todas las opiniones y de todas las creencias. Esta será nuestra libertad.”

Cuando Mito planteaba una honestidad responsable, sin sectarismos ni prejuicios, quería devolverle al debate el rostro de sus factores, al lenguaje su capacidad de nombrar. Atreverse a nombrar y a discutir, volver a humanizar la vida en el anhelo de una expresión libre. Este fue el espíritu de la revista, y en ella encontraron cabida muchos de los escritores y poetas de su tiempo.

Con frecuencia se agrupa a esta generación de poetas bajo el nombre omniabarcante de la revista. En no pocos casos esto ha impedido una digestión  plena, que se valore a cada poeta como hijo de unas tensiones bien diversas, nacidas de una historia proteica y multiforme, dispersa, y que casi nunca contempla el establecimiento en su imposición de una versión única. A pesar de esta salvedad, nadie podría negar la importancia meridana que tuvo esta revista. Incluso el sólo hecho de que se piense en ella para denominar a una generación, así sea un acto académico y mecanicista, sería la mejor prueba de su enorme trascendencia. Mito supo dar una visión detallada de su tiempo, heterogénea y valiente, y se podría decir que hasta ayudó a crearlo desde sus propias obsesiones.

Y en este sentido la figura de Jorge Gaitán Durán sería inseparable del espíritu de su revista. Mito es un proyecto poético que, desde su sola concepción, tiene el cuño político de su infatigable director. Todo este espíritu de crítica y apertura, esta reconciliación entre ética y estética a través de un diálogo honesto y responsable, su síntesis de lo local y lo universal, sería la cristalización editorial del pensamiento de Gaitán. La obra poética de este autor, como la revista, es la respuesta de un hombre atento, siempre reflexivo ante los tiempos en que vivió, consciente de su realidad y de la necesidad de cambiarla a través de las palabras.

Como lo advierte Romero, el papel de Gaitán en el 9 de Abril hablaría mucho de su concepción humana. En medio del caos y de la confusión, en el momento en que la protesta comenzaba a deslizarse hacia los territorios del saqueo, Gaitán Durán, junto con Jorge Zalamea, se tomaron las oficinas de la Radiodifusora nacional. En un intento por transformar la ira de la gente en fuerza liberadora, trataron inútilmente de coordinar a las masas, trasmitiendo mensajes para guiar la protesta y evitar las distracciones.

Lo hecho en el “Bogotazo”, guardadas las proporciones, será lo que trataría de hacer Gaitán con su revista. Señala Romero con toda claridad: “digamos entre paréntesis que esta actitud de organizar, de tratar de dar una orientación de pensamiento al país  para sacarlo del desbarajuste en que estaba, será el objetivo de la obra de Jorge Gaitán Durán, quien animará desde Mito la búsqueda de un nuevo orden como producto del cambio cultural y social”.

 

 

Diarios de un revolucionario

Tal concepción de la cultura, su vocación de cambio, será la que alumbrará en sus Diarios con una lucidez magistral. Antes de ser un registro de los días y los viajes, sus páginas son un agudo testimonio intelectual, la situación de un viajero que trata de consolidar en las palabras las tensiones de su tiempo. Gaitán viaja por los países de la posguerra a la búsqueda de un sentido. Se acerca a las artes europeas, y trata de dar cuenta de sus aventuras con la perspectiva siempre abierta de los forasteros. Si se mira en el espejo de Europa es para entenderse como persona, no para devorar o abstraer. Escribe a propósito de sus conversaciones en Europa: “al respecto sería interesante estudiar el complejo de bastardía que lleva a la clase media y a la burguesía colombianas –en especial a nuestras “elites” económicas, intelectuales y sociales- a querer vestirse como los ingleses, ser eficaces como los norteamericanos, cultos como los franceses, y lo que es más explicable pero no menos discutible,- a querer hablar y escribir como los españoles…”

Habla sobre cine con propiedad, conoce a Vicente Aleixandre y Nazim Hikmet. Se acerca a los cuadros de Van Gogh y de Toulouse Lautrec, a Brueghel, como el que quiere encontrar en la diáspora de los días, entre las calles ajenas, la síntesis vital de lo que permanece: “Van Gogh comienza buscando la luz material…pero…la fruta que devora debe poseer bajo su pulpa “algo más”, algo que permanezca bajo la fugacidad física de los ingredientes; y es partir de esta premisa que él (Van Gogh) inicia su lirica por esa luz interior, inasible para los falsificadores de la realidad, que se esconde tras el esplendor de lo perecedero”.

Pero ante todo, sus Diarios son un testamento político de singular importancia. Pasa por la China de Mao antes de su degradación gregaria. Como intelectual de izquierda nos deja uno de los testimonios más críticos y agudos sobre el fracaso de la Unión Soviética, y que, a la postre, terminará por definir la distancia de este poeta frente a un marxismo militante. Escribe sobre sus impresiones de la Revolución Soviética: “en lo referente a la cultura, ha ignorado que el objetivo final de la clase obrera no es el de realizarse como clase, sino el de realizar una sociedad sin clases. Se sacrifica la libertad espiritual del hombre soviético del porvenir a las tácticas y urgencias de la lucha entre líneas políticas que reflejan los aspectos contradictorios de la actual sociedad rusa”.

Gaitán Durán, al mismo tiempo en que Marcuse o Adorno, antes que Habermas o Adam Schaff, comprende la deformaciones soviéticas como un burocrático proceso de falsificación revolucionaria: su ausencia de una ética en aras de las paranoias del partido, la desaparición de las libertades, bajo una visión mecánica de la historia que ahoga la polifonía de las artes, la visión de un Estado deshumanizado, enrarecido y persecutor: “Nuestro problema es saber si estamos en capacidad de darle hoy a la revolución un contenido humano. No nos toca inquirir, sino contestar”.

Más que “inquirir”, Gaitán Durán propone un pensamiento que quiere volverse acción, una “Revolución invisible” bajo la “contribución lúcida de los intelectuales”. Su necesidad de promover una reforma agraria y un proceso industrializador. La crítica a unos partidos anquilosados y despectivos, a nuestra economía, cada vez más dependiente la injerencia norteamericana. A propósito de la violencia, sus muertes anónimas, Gaitán nos obliga a entenderla desde sus “causas políticas” y “económicas”, “sociales y sicológicas”.

Si hay un colombiano moderno en el sentido cabal de la palabra, que haya comprendido el carácter de creación y destrucción del que hablaba Marx o Marshal Berman: las posibilidades de su tiempo y su implacable estrechez, su vértigo individual y su razón colectiva, que haya tenido plena conciencia de un ser humano capaz de transformar el mundo y, al mismo tiempo, incapaz de controlar “sus fuerzas infernales”, ese sería Jorge Gaitán Durán. Escribe en las Notas preliminares de La revolución invisible:

“Nuestro humanismo es quizás una paradoja: sentimos en carne viva la fascinación del pensamiento y el arte de este tiempo que gritan con desesperanza la indigencia del hombre frente a una Historia implacable y a la vez creemos firmemente que podemos reformar el mundo. Si estos apuntes contribuyen a que algunos escritores jóvenes partan desde lo concreto, sea en el plano de su existencia, sea en el plano de su nación, para conquistar el reino de la ética y la estética, harto habrán servido”. Semejante empresa, aunque con todos los vicios de una visión funcionalista de la historia, -demasiado burguesa para las texturas cambiantes del país, desesperadamente redentora a pesar de las limitaciones del lenguaje poético-, consolidan uno de los pensamientos más originales del siglo XX colombiano. Ante la sin salida de su tiempo, Gaitán toma la voz de los que afirman. Es un hombre que cree en la reflexión y en las capacidades de la cultura para una posible salvación del hombre. Y esto aplica tanto para la prosa como para sus primeros poemas, y que comenzaron a aparecer en los medios bogotanos desde mediados de los cuarentas.

 

 

Por las rutas de Prometeo

El mismo pensador que sentencia en los diarios: “a la larga sólo la conciencia podrá encontrar la vía justa entre el capitalismo pretendidamente democrático y la burocracia pretendidamente socialista. Para los intelectuales La Revolución comienza después de la revolución”, es el mismo que declara en sus primeros poemas, demasiado cerebrales, prosopopéyicos, una fe en el espíritu refundador de los hombres reunidos, y que encuentra en  la figura de Prometeo las llamas primigenias de aquella redención: “ya en mis párpados siento el despertar hermoso/ bajo la nueva luz del mundo redimido”.

La conciliación entre ética y estética, poesía y política, será la pulsión que moverá la primera poesía de Gaitán, desde Insistiendo en la tristeza (1946) hasta Presencia del hombre (1947) y Asombro (1949). Estos primeros poemarios serían la manifestación de un pensamiento humanista a ultranza, que cree en el surgimiento de un nuevo hombre, más bello y más libre, tras los escombros de la barbarie. Como lo afirma Fernando Charry Lara, en la primera poesía de Gaitán “una esperanza de redención se agita” en estos libros “vibrantemente”. Y esta redención pasa por una realización del individuo en su sociedad y una realización de la sociedad en la libertad de cada individuo: “El hombre, el semejante, el hermano, se hacen presentes…”, señala Charry, pero “si se afirma con orgullo la soberanía del hombre, es así mismo, para reclamar el deber imperioso de su libertad”.

Esta esperanza en lo humano acompañará a Gaitán toda la vida, desde los versos de Insistiendo en la tristeza hasta el último poema de Si mañana despierto, “Por la sombra del valle”, en el que Adán, situado ahora en el Valle de Cúcuta, perdura por el acto mismo de nombrar las cosas: “Escuchó el bello canto/ y lo nombró: Alondra…Ardió el sol en la tierra, / y se supo inmortal”.

Hay en estos poemas un amor a los hombres que, como ocurre en los románticos, trasciende en su pulsión anímica a la llegada de la muerte. Y sin embargo, la excesiva ceremonialidad de estas palabras ahoga toda intuición poética, mata el riesgo en aras de una vitalidad que es demasiado cerebral como para tomársela en serio. La mano del poeta toma sus materiales desde el cuello, asfixiándolos por completo. Es hielo y ceniza que  vuelve el sentimiento impostura, la inteligencia perorata fácil, hace de los poemas modulaciones vacías que se traducen al verso. No hay entrega ni aventura en estas palabras, sólo proyectos. Los poemas terminan siendo unos monumentales ejercicios de simulación filosófica, arrogantes y estériles como los credos. La palabra tenía que aventurarse en el amor real. Probar la experiencia de lo ajeno para salir de las casillas de una reflexión impuesta, pretenciosa, y que anulaba en sus defensas toda promesa de un encuentro. Gaitán vislumbraría esta iniciación en los misterios del erotismo.

Influenciado por las filosofías de entonces y su crítica a la razón: Escuela de Frankfurt, Existencialismo, porque su decepción frente a la Unión Soviética lo llevó a pensar, en medio del desconcierto, que una verdadera revolución, del hombre y del mundo, tendría que comenzar en los dominios de lo íntimo. Política o racionalidad, no sabemos de cuál certeza se dudó primero. Lo cierto es que a partir de este momento, en la iluminación de sus crisis, Gaitán comenzó a trasladar sus esperanzas poéticas hacia ámbitos alternativos, y quiso buscar esta usurpada humanidad desde la subversión erótica. Con el Marqués de Sade a la cabeza, ese otro afirmador de la vida, radicalizador de la razón aún desde sus orillas, y que en su visión de la libertad pasó por la obra de Gaitán hasta cambiarla por completo.

 

 

La ética del libertino

Como lo advierte Armado Romero, el cambio de Gaitán hacia lo erótico no sólo incide en su visión sobre la política, afecta la integridad de toda esta escritura. En su hallazgo el pensador desciende desde las gavias de la reflexión, elevadas y arrogantes, hacia el terreno del misterio y las ambigüedades poéticas. Los símbolos que lo venían persiguiendo desde el comienzo, escribe Romero, “se trasformarán yendo del mundo un poco abstracto de las ideas a los hechos de una realidad del espíritu y de la materia: el libertador Prometeo se convertirá en el trasgresor libertino: Sade, dios de las prisiones y de los roquedos”.

Antes había un Gaitán político, que cifraba sus esperanzas en la transformación de los hombres. Sus anhelos se traducían en los versos con una ceremonialidad cantada. Ahora, a través de la influencia del marqués de Sade, hay un poeta erótico y humano, y que a través de su propia experiencia, de su andadura como persona, tratará de desatar una revolución desde el fondo de las intimidades, hallar el momento en que lo erótico y lo ético, las dos pulsiones que siempre lo movieron, encuentra su poderosa alianza en la oleada de dos cuerpos que se aman.

Marx quiso ser un poeta, hallar la libertad de los suyos en el espíritu de su tiempo, pero se encontró con un ser humano enajenado de su alma y de su cuerpo. Tratando de conjurar estos fantasmas con las herramientas de la ciencia, con la técnica, terminó por sacrificar al poeta en los altares mecánicos de la economía política. Contrario a Marx, Gaitán quiso ser el líder intelectual de la transformación de los suyos, el lúcido pero arrogante profeta de una revolución invisible. Volcado hacia los infiernos de la intimidad, en el momento en que la vida y la muerte se trenzan en los cuerpos, sacrifica la comunicación efectiva con los suyos, racional y cotidiana, para salvar el misterio que nos ronda en las palabras del poeta.

Escribe Gaitán en su ensayo sobre Sade El libertino y la revolución, y que cómo se indica desde el título más que un texto sobre Sade y sus temas, sería una revolución colectiva pero que parte de lo íntimo: “No escribo sobre Sade por motivos estrictamente literarios o filosóficos, ni tampoco porque su obra favorezca de singular modo mis obsesiones o contribuya a liberarme de ellas, sino por una comprobación sobre mi intimidad que quizás pueda extenderse a todo intimidad humana…”. En la desnudez de estos cuerpos, amantes que se aman retando a los astros, se escondería también el despojo frente a una dominación totalitaria, un cuerpo que se libra en el poema de ropajes heredados, prejuicios impuestos: “Sade desnuda al hombre para ofender a la sociedad, porque la sociedad ofende al hombre. La inhumanidad del libertinaje es una respuesta a la inhumanidad del trabajo”. Y es en esta visión del erotismo donde Sade, y también Gaitán, encuentran la última y desesperada alternativa para la libertad: “Cuando el hombre sabe que va a morir hace del acto erótico un “signo furioso de vida”, que supera la oposición entre el tu y el yo….El orgasmo lo justifica todo; es la única libertad posible en un mundo abrumador”.

La discusión sigue siendo la misma de toda la obra de Gaitán, la ética y la estética. Sólo que ahora el poeta, fruto de su madurez, ha encontrado en las madejas de su propia vida el camino de los misterios; en lo propio pero observado desde lo ajeno, pues el erotismo “nos obliga a pasar de la experiencia erótica a la experiencia ética; nos enfrenta a nuestras más sobrecogedoras profundidades para luego plantarnos bajo la impecable luz de lo universal”. O como lo afirma Gaitán más adelante en lo que sienta las bases de esta revolución: “las ideologías que degradan al hombre sólo se extinguirán cuando la revolución alcance la intimidad del hombre y realice una moral concreta, que se nutra de la más altas formas del erotismo…No dudo que sea esto lo que la revolución del mañana debe aprender del libertinaje del ayer.”

Esa vecindad entre el erotismo y la muerte de la que hablaba Sade, y que se muestra en esa doble condición del sexo que es fuente de vida y desdoblamiento, -el hombre “deja de ser quien es” cuando es amante-,  se aparece ante Gaitán en la violenta belleza de una imagen: la de dos cuerpos que se buscan y se aman entre el olvido y la trascendencia, la muerte y la eternidad. Bastaba esa imagen, la de “Dos cuerpos que se juntan desnudos/ solos en la ciudad donde habitan los astros”, para que Gaitán encontrara la “concentración” y la “tensión” que anhelaba para sus poemas.

En sus Diarios la encuentra en la pintura de Brueghel, entre las esculturas de Brancussi. Habla de ella en relación con la revolución soviética, al fondo de sus propias experiencias. Se sorprende al confirmarla en el Cuartero de Alejandría, de Lawrence Durrel, ese otro amante de Sade y sus revoluciones. Tan sólo una imagen, su búsqueda desesperada para poder nombrarla, pero Gaitán comenzaba su iniciación en los misterios de la muerte.

 

 

Dos cuerpos que se junta desnudos…

El vértigo de estas búsquedas aparece de manera magistral en los poemas de Amantes, el momento donde la poesía de Gaitán tiene su verdadero inicio, y que fueron publicados en la revista Mito hacia finales del 58. Gaitán encuentra en ellos el erotismo, último refugio para la fiesta humana, la única esperanza del hombre para alcanzar alguna permanencia en lo momentáneo del deseo, una prolongación en lo otro frente a la fugacidad de los instantes.

El concepto y lo vivido, la atmósfera cósmica y la historia humana, las imperiosas circunstancias de la vida cotidiana, se junta en estos versos de manera magistral: “Dos cuerpos que se juntan desnudos/ Solos en la ciudad donde habitan los astros/ Inventa sin reposo el deseo”. Como en los poemas sobre el tigre de Eduardo Lizalde, hay en los versos de este libro algo etéreo y a la vez brutal, tierno y depredador al mismo tiempo, la situación de una vida que se afirma violentamente contra la muerte, en su animalidad y en su abandono. Que mata y se desangra en el conflicto de los elementos: “Se penetran, escupen, sangran, rocas que se destrozan,/ Estrellas enemigas, imperios que se afrentan”, y que sin embargo se despide sutilmente, muere lentamente en su propia luz, con el tono huidizo de los recuerdos y los sueños: “Se acarician efímeros entre mil soles/ que se despedazan…”.

A lo largo de estos poemas la influencia de Georges Bataille es evidente, y el propio Gaitán lo reconoce en sus Diarios. El erotismo es entendido aquí como “la aprobación de la vida hasta en la muerte”, el caso de dos “seres discontinuos” que quieren prevalecer ante el “abismo fascinante de la muerte”, para citar al propio Bataille. Lo interesante de Gaitán es que a partir de esta visión del filósofo francés -lúcida y estremecedora, algo mecanicista a pesar de todo,- hace una reflexión orgánica sobre el poema y el lenguaje, del amor y la distancia en la mediación de las palabras: “Sólo en la palabra, luna inútil, miramos/ como nuestros cuerpos son cuando se aman”.

Escribe Gaitán en sus Diarios, un año después de haber publicado Amantes: “Los cuerpos ayuntados son himno, poema, palabra. El poema es acto erótico”… “Sólo la poesía puede captar el erotismo. Sólo ella embellece la siguiente paradoja: la inteligencia se afana por aferrarnos a lo que somos, por no dejarnos fluir hacia el olvido de nosotros mismos, el cual es precisamente recuerdo de lo más hondo del ser”. El lenguaje poético sería la capacidad de la conciencia en la no-conciencia, la luz de la vida en la muerte de los cuerpos. El lenguaje, él mismo un acto erótico, se debate como los amantes del poema entre el olvido y la incomunicación, su búsqueda de eternidad y su luz reveladora.

Pues la paradoja de los amantes sería la misma del lenguaje. Su tensión es la ambigüedad que hace de esta poesía, antes fría e impostada, un momento de iluminación donde la sensibilidad se arrastra, deambula entre lo brutal y lo solar, lo nocturno y lo reflexivo. Quizás sólo hasta ahora aparezca una vocación poética, una necesidad del poema por el poema, independientemente de las búsquedas humanas. La palabra sería la posibilidad de verse desde afuera, un intento por entenderse o imaginarse en el misterio. La forma de dar vida a los recuerdos muertos, silencio y reflexión para los cuerpos vivos.

El poema sería un “juego de las categorías” en el que, para recordar a Kant, entran al ruedo la sensibilidad y la imaginación, la razón y el instinto, pero ninguna puede sobrellevar a la otra en la pulsión del instante. El resultado es la magnífica ambigüedad de la mejor poesía. No en vano escribe Gaitán en su ensayo sobre Sade: “El libertinaje de la imaginación culmina en soberanía imaginaria; el hombre de Sade sólo puede ser soberano en la literatura. A este libertino, cuya radical violencia proviene de la certidumbre de que todos somos efímeros, la palabra vuelta signo le depara la única inmortalidad en donde logra proseguir, sin traicionar sus principios, la carrera infinita del deseo hacia el Mal.”.

Gaitán ha entrado en la fatalidad de las palabras. Sólo en ellas podría realizarse como humano, al margen de las posibilidades de una transformación en el mundo. Sólo en el arte, en la reconciliación y el conflicto del espectador, “el hombre sería plenamente humano”, para recordar de nuevo a Kant. Pero habría algo mucho más importante y es que aquí, frente a estos amantes, ocurre la entrada de un hombre en el umbral de sus misterios, pues así como el amante vislumbra en el acto amoroso los abismos de la muerte, Gaitán comienza a vislumbrar con sus amantes la muerte de la razón. Se acerca esas regiones donde la reflexión individual, sus búsquedas de certeza, se roturan y desinhiben para ingresar en las honduras de lo otro.

El poeta intelectual se sacrifica en sus búsquedas. Quiere iniciarse en los dominios una experiencia común, plena, donde su racionalidad naufragaría como un pequeño barco, solo y a la deriva ante el mar de sus pulsiones.

 

 

La iniciación en lo otro

Advertía Bataille que cuando el erotismo se eleva a las regiones de lo reflexivo, en los dominios de “lo sagrado”, “el ser amado es para el amante la transparencia del mundo”. El amante, como en el Banquete de Platón, comienza con los cuerpos bellos hasta llegar a la esencia, ampliando las dimensiones de lo real hacia peligros insospechados. Gaitán, poeta reflexivo como pocos, encontrará en estos misterios su iniciación.

Escribe el autor de Amantes hacia el final de sus Diarios: “comprendemos por qué en el ejercicio de la sexualidad no somos la misma persona que los demás ven en la calle o la oficina o el templo; por qué la angustia y el horror nos invaden cuando descubrimos que somos ese desconocido que se denuda y goza hasta el olvido de su ser y se revuelca y crispa como una bestia en la obscenidad del orgasmo”.

En las dimensiones de este tránsito, poético y vital, hay dejar de ser lo que se es para convertirse en otro. Como en los ritos de paso que describe Mircea Eliade: “la iniciación es el equivalente a un cambio básico en la condición existencial; el novicio emerge de su dura experiencia dotado con un ser totalmente diferente del que poesía antes de su iniciación; se ha convertido en otro”.

Tal iluminación haría entrar a Gaitán en un “tiempo sagrado”, en las regiones de una sabiduría ancestral y no ya personal, como si la imaginación del poeta viajara a las regiones más oscuras de sí mismo. Esta visión de ritos iniciáticos no sólo fractura a la razón moderna, sus capacidades de dominio, nos recuerda en su carácter profano una complejidad de herencias que no puede agotar la ciencia o la técnica, la filosofía misma en su afán intelectual.

Como lo señala Eliade, la iniciación también rotura a esa moral cristiana de pretensiones universales,  y de cuyos prejuicios en la mente se lamentaba tanto el propio Gaitán. Nos habla de la imposibilidad de un tiempo continuo hacia el momento de la redención, llámese reino de los cielos o utopía, y de la que en últimas depende una revolución de tipo mecanicista como en la que creyó Gaitán alguna vez.

La iniciación dota a esta poesía de una profundidad humana, donde antes veía meros agentes. Se vuelca a la experiencia donde antes se limitaba a los conceptos, haciendo de la palabra una navegación en el misterio, plena y extraña, cuando antes era una fría traducción cortada en versos. Tal situación cambia su concepción política. Abre una verdadera sensibilidad para asumir lo otro, pues comienza a entender al hombre en la perplejidad de sus búsquedas, no ya como un borrego al que hay que dirigir o educar. Y sin embargo, en los poemas de Amantes sigue existiendo una noción muy fuerte de culpabilidad cristiana, tema que aqueja a Gaitán desde su primer libro. La sensación de una conciencia que lo ata a sí mismo como el recuerdo de una herida, y que le impide de algún modo salir de los burladeros de su reflexión, adentrarse en lo profundo de los otros para ver o sentir el mundo.

Se dice en el poema Amantes, que le da nombre al libro: “…nos inferimos las viles injurias/ Con que el cielo afrenta a los que se aman”, o aparece esta cita en el poema Guerrero para que no queden dudas: “Vivo queda, es decir, culpable”. Gaitán sigue siendo el intelectual que mira a sus amantes desde arriba, sin comprometerse ni mancharse, en la defensión racional del que evita su entrega, o como lo dice en su Diario en una suerte de revelación: “jamás el intelectual es víctima de cierto tipo de cosas. El intelectual es siempre cómplice. No puede excusarse con la fe. Tiene la culpabilidad original de la conciencia”.

Lo que sigue separando a Gaitán de su gran poesía es la soberbia del comienzo, aquel sentimiento que lo obliga a controlar todo, tratar de ponerse en el centro de unos misterios que son mucho más fuertes que su conciencia. ¿Qué hace que Gaitán se vaya despojando de estas nociones de culpa? ¿Qué su poesía alcance la madurez y el arrojo de sus últimos poemas? Había que aprender a valorar los instantes en su luminosidad, recobrar la sensibilidad sin tantos lastres del pasado. Atreverse a “amar con los ojos abiertos”, como lo dice en alguna parte de sus Diarios. Todo rito es una preparación que incluye viajes, cuidados para el cuerpo y para el alma. Pero también partiría de un despojo, de algo que se abandona y se deja en el pasado, para acceder a un nuevo tipo de vida. Escribe Gaitán en los Diarios de su penúltimo viaje, “nunca más le rendiré pleitesía al recuerdo. Ahora quiero vivir.”

Si mañana despierto

Habría que recordar en este punto que Gaitán, sensible a sus circunstancias, escribe en tiempos del fracaso de la razón, su abrumadora incapacidad para evitar la barbarie. En medio de aquella crisis este poeta se erigía como un exiliado, diletante y pretensioso, un hombre intelectual que todo lo quería comprender o asumir desde la inteligencia. Su sin salida verbal fue la misma de la filosofía en su incapacidad de comprender lo otro, su desprecio por la imaginación y la literatura. La destrucción de la naturaleza y del cuerpo en su desdén por los sentimientos, lo que consolidó la visión de un progreso arrasador, las dinámicas de una ciencia que pasó por el mundo desterrando mitos y prácticas ancestrales, y con ellas la deslumbrante memoria de nuestro propio rostro.

Aquella visión de una razón unívoca, que aplasta la ambigüedad y el misterio en su afán de certezas, casi siempre ha sido ajena a la buena poesía. No debería sorprender que los mejores poemas de Gaitán fueran escritos al final. Su último libro, entre la imaginación y el sentimiento, la memoria y la intuición, se aleja de esta razón prepotente para entrar en los misterios de su propia vida. Como lo señala Fernando Charry Lara, puede que en ninguna parte se evidencie tanto este giro como en Los hampones, opera que escribió Gaitán en el 62.

Toda la obra, musicalizada por Luís Antonio Escobar, es una pequeña fabula sobre la incapacidad de la razón para moldear el destino. “No somos más que máscaras,/ máscaras que el Destino/ dirige como quiere”, se dice en un estribillo que aparece varias veces. Canta una mujer hacia el comienzo: “los hombres nunca pueden/ poseer lo que a medias comprenden,/ y la verdad es que desconocen todo,/ hasta la propia acción donde buscan/ justificaciones”. “Eres pusilánime como todo hombre/ que piensa demasiado”, remata alguno de los personajes. Y en medio de la encrucijada se dice hacia el final de la opera con un tono decidido: “cambio la inteligencia por la vida./ Déjenme vivir como un cobarde,/ como quien disfruta de su escarnio”.

Un poeta soberbio cree que controla sus versos, que sus poemas son suyos y no del lenguaje, lo que le hace sofocar las intuiciones que lo encontraron en la escritura. Asumir lo otro sería aceptar que el poema se escribe solo, no es propiedad cabal del poeta sino que acude a su encuentro. Que el lenguaje, más que una herramienta, es un complejo tránsito donde el poeta, víctima de sus propias revelaciones, sale completamente transformado, poniéndose en contacto con una tradición y una memoria ajena, con un mundo velado del que apenas sospechaba.

El Gaitán del último libro, Si mañana despierto, quiere habitar en el aquí y el ahora. Como el Zaratustra de Nietzsche, ha descendido de su montaña abstracta para afirmar la vida hacia el final de la vida. Es aquí cuando el hombre de letras, atento pero evasivo, se sorprende en sus Diarios porque “hace años no contemplaba el cielo”, cuando el poeta comienza a sentir la muerte como una presencia verdadera: “precisamente porque no olvido la muerte creo con pasión en este mundo”. Hay en estos poemas un hombre que quiere vivir, aceptar el presente con toda su intensidad, sin culpas ni nostalgias: “Sé que estoy vivo en este bello día/ Acostado contigo. Es el verano”. El eterno viajero, que abandonó su tierra a la busca de las verdades, comprende que el viaje también ocurría dentro de sí mismo, y que algunas de aquellas búsquedas ya estaban esperándolo en la tierra de donde partió, no en la gran civilización sino en la andadura de sus pasos. Y el poeta comienza a sentir deseos de retornar, a valorar y con nombres propios su Valle de Cúcuta, pequeña patria solar en la frontera con Venezuela: “La verdad es el valle./ El azul es el azul./ El árbol colorado es la tierra caliente./ Ninguna cosa tiene simulacro de duda./ Aquí aprendí a vivir con el vuelo y el río”.

Pero antes había que perder, el retorno es el sino de los viajeros. Gaitán tuvo que abandonar la tierra para poderla valorar en su sencillez, como si los dominios perdidos fuera cabalmente valorados de cara a su disolución, en la vísperas de su despojo. Y esta situación, este arraigo en lo extraño, es la que dota a sus palabras con la sabiduría del que se mira a la vuelta de los caminos, del que sabe que en cada acción de la vida se deja un testamento.

Gaitán no sólo encuentra su plenitud poética en Si mañana despierto, encuentra su plenitud humana. Por algo dice en Cada palabra: “cuando la muerte es inminente, la palabra –cada palabra- se llena de sentido”. Sólo en la afirmación de la vida en sus umbrales, asumiendo las palabras en su pérdida, ocurre el arribo de la verdadera poesía, el hallazgo genuino de la intimidad. Sobre esta serenidad encontrada afirma Fernando Charry: “Gaitán Durán no canta el resplandor solar sobre las cosas, su brillo sólido e inmóvil en el tiempo, sino que lo que retiene, secreto, fundido en la memoria más íntima…persevera, en ráfagas insaciables una voluptuosidad que se mira a sí misma”.

Desde este estado, viéndose desde afuera como en Amantes pero sin su culpa, sabiendo que va a morir y que quizá esa sea la única sabiduría, el tiempo de sus versos gana el sentido verdadero de lo que transcurre, el ojo para nombrar los instantes en su simpleza y tensión: “el tiempo pasa por el río, Tan dulcemente como fluye/ El agua”. La poesía, emisaria de otros mundos desconocidos, ya no es a estas alturas la conformación de una totalidad, plan o proyecto, es el encuentro de un milagro, algo que rotura las rutinas como si apareciera un tiempo dentro del tiempo: “De repente oyese una gota/ De agua, y otra, / Y otra más, en la tarde,/ Es la música.”

Si mañana despierto, como se advierte desde el título, sería el momento en que la sensibilidad vislumbra su despertar, el fin de sus tránsitos y su camino. El poeta ha completado su rito erótico. Ha encontrado la simpleza de la vida, una serena sabiduría para nombrarla en sus instantes. Como si el poeta siguiera las lógicas de un juego oscuro, ahora es cuando tiene que pagar con su muerte por el precio de estas revelaciones. Y el hombre de estos versos sabe que va morir, aún en la dicha, aún en la plenitud del amor: “siento el ligero sudor ligero de la siesta./ Bebemos vino rojo. Esta es la fiesta/ en que mas recordamos a la muerte”. Pero también sabe que va a trascender, que la vida no es conciencia personal sino un despliegue perpetuo, flujo y transcurso que sobrevive a la vida misma: “No pudo la muerte vencerme,/ batallé y viví. El cuerpo/ Infatigable contra el alma,/ Al blanco vuelo del día”.

Para prolongar el instante hacia lo perdurable, alcanzar ese contacto con lo cósmico que le fue usurpado, debía cesar el tiempo humano, el de la historia y los amantes, para adentrarse en las orillas de un tiempo misterioso, sagrado. Tiempo que es un retorno fugaz a los placeres de ese valle originario, como si el final de una vida fuera una dispersión repentina de los órdenes, una unidad encontrada por sólo un momento, semejante al más poderoso de los orgasmos. Ya lo advertía Gaitán Durán en un bello poema, y que en la confirmación de esta visión del tiempo se titula El instante: “…junto al río,/ dos cuerpos bellos, siempre/ jóvenes. Nos reconocimos. / Habíamos muerto y despertábamos/ del tiempo…”.

 

 

Nos separaban dioses…

Todo estaba consumando. La iniciación siempre termina con la propia muerte: muerte encontrada en la morosidad del poeta, ocurrida de repente para sus consternados amigos. Relata el novelista Pedro Gómez Valderrama, amigo de Gaitán Durán y compañero de Mito: “Lo último que vio Jorge antes del mar inmenso, fue París, la maravillosa, la ciudad-refugio. (“Mas que por algo, decía en su Diario, se viaja contra algo…”) Se desprendía de ella en busca de vida, lo sabemos, no de la muerte. Sin embargo el presentimiento lo perseguía, lo acechaba: el 18 de Junio de 1962, me escribió muy brevemente. Me decía: “…llegaré a esa el 22 del presente mes, en Air France. A lo mejor llego antes que esta carta. Te adjunto lo último que he escrito. Agüero?” ¿Por qué escribió antes del viaje, ¿por qué mandó el poema? La muerte le escribía ya en las manos: la carta me llegó al día siguiente de la noticia”.

Y concluye Gómez Valderrama: “La muerte, o el viaje. Días después de su muerte, “Nouvelles littéraries” de París relataba la frase que dijo (Gaitán) a un amigo francés que le acompañó para despedirlo: “Conoce usted el proverbio persa: “si quieres que te estimen, muere o viaja?

Diez años antes de tomar el vuelo del que nunca regresaría, Gaitán escribió Patria violenta. Hoy, cuando se ha rescatado este poema después de tantos años, nos llega a las manos como una escritura anticipada de su propia despedida. Último ajuste de cuentas con esa realidad de violencias que caracterizó a su época, y contra la que combatió desde su revista desafiando los olvidos. “Patria violenta” de la que sus poemas son un inmejorable testamento de amor a la vida, aún en tiempos de muerte y devastación. Una manera de aprender a morir y a transcurrir con el camino, al margen de la pesadilla de la historia: “Violenta Patria mía…todo estaba impregnado de ti/ el mar, los cien países/ que conocí, con tu dolor siguiéndome/ como si fuera ya mi propia sombra”.

El resto era ascender a los cielos para reencontrarse con los astros. Sin miedo, sin culpas. Aceptar el destino con los ojos abiertos, como el que sabe que no muere la luz en los despojos del cuerpo: “Soledades del cielo, las estrellas./ Los hombres, soledades de la tierra;/ Nos separaban dioses, más luchamos/ hasta habitar un día entre los astros.”

 

 



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