Revista Latinoemerica de Poesía

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19. Daniela Camacho



Nota y selección por Hellman Pardo

 

Una luz vuelve a la mirada de la poesía mexicana. Hay claridad en la palabra sombra, en el acento noche. Daniela Camacho hace surgir auroras donde ronda la muerte. La sutilidad del lenguaje no es caída, es revelación. Se asoma por los extramuros de lo no pertenecido, y nos enfrenta a la realidad con cierta ironía, impulso quizá de su intuitiva observación del mundo. Si ahondamos en la estructura poética, la prosa y el verso confluyen en una sola vertiente: la literatura. Sostiene realidades que parecen desbocarse en la lejanía: el cáncer, el dolor, los olores despeñados. Daniela Camacho pertenece a una extinta clase de escritores: los que cantan con alegría la sordidez de la noche.

 
 
 

[para nombrar el fuego]

Bajábamos de la ginebra como animales que vuelven de la fiebre / un pequeño cuarto a punto del derrumbe era entonces el lugar propicio para el amor / habitábamos con todo el cuerpo la palabra maremoto / un trío de ángeles animaba nuestras sombras en húmedos espejos / ardíamos de manos rojas / de labios rojos / de sexos para siempre rojos / deseábamos la luz / nos poseía un lenguaje de serpientes:

/ entrar en un cuerpo o estrangularlo / hacer babear las fauces calientes de los lobos del sueño / decir amor mientras afuera están muriendo las palomas en tibias catedrales / entrar en un cuerpo y destruir el oro / darle la temperatura necesaria al alquimista para que interrumpa el suicidio de los niños en un país de nieve / hacer que el astrolabio nos devuelva la estrella a los ojos en blanco / y leer en las caderas ensanchadas / en los muslos / en la espalda / un árbol genealógico de bestias /

: sí / en otro tiempo volvíamos del vino tenebrosos / inocentes / casi recién nacidos / tú entrabas en mi cuerpo / y un humo de lilas / sobre mí / dejaba una corona negra //

 
 
 

[cada palabra tiene su sombra]

Pronúncialo. Di fantasma. Tu oscuridad está a salvo. Que no se agote tu voz ni la dorada carne de tu ausencia. Di péndola. Sin oscilar. Las palabras, las más tranquilas, ya conocen su desarmonía. Lo único que importa es sobrevivir. Apenas. Abre la boca. Así los animales aprendieron a aullar. Di embrión o mosca, di espectro, como si aún creyeras en la transparencia. Como si un solo de piano celeste. Como si casi te tomara la mano.

 
 
 

[morir de paraíso]

I
 
Tu silencio es el lenguaje de la mujer que espera. Buscas un nombre. Una voz que al germinar no se rompa. Hurgas en el sueño de tu amante y con manos insalubres arrebatas frutos de la adormidera. Sobre tus labios, negras semillas recuerdan a los tábanos que enjambran en espera de sus hembras. Poco a poco, la temperatura de tu cuerpo se condensa; sobre tu lenguaje, se desata el aguacero.

La lengua se bifurca. Dice lluvia y crece una amapola en el desierto. De sus pétalos, el té para aliviar el frío, el hambre.

                     Tengo miedo de nombrar la arena, de escanciar el vino en la copa equivocada. Tal vez sería más dulce pronunciar la sed, interrumpir el vuelo de libélulas que van hacia tus ojos,
                                            heridas de mis ojos.

 Pero es un designio lo que en mí se agrieta.

 Mientras te espere

                    seré del precipicio.

 

 II
 

Escucha. Hay una sonata para oboe pudriéndose en el río. Es silencio y no. Lo ángel de tus ojos ordena los acordes sobre el agua. En tu corazón, un niño mudo ahoga una canción enferma. Aprendes a decir la noche con sus árboles envejeciendo. El aroma de los frutos, afilado, taja el cuerpo de la niebla. Al amanecer, la nota más violenta en el silbido de las oropéndolas predice la llovizna.

Te sueño bálsamo. Gota que desciende en la resquebrajada corteza del almendro. Ámbar lágrima de Dios o roja sangre en el costado de la bestia.

                           Yo construyo para ti un lenguaje, una parva de cristales tan sanguíneos que semejan flores de cobalto.

                              Digo para ti la transparencia, cincelo el paraíso.

En la desmesura del verano brillarán las hojas, el vocablo que al calor se deletrea.

Nublado y turbulento, sólo tú podrás instrumentar mi silabario.
 
  
III
 

Lavarás tu cuerpo poseída por la sombra. Al primer golpe de agua, la piel arrancará de tajo un nombre a la memoria. Querrás decir Leteo, canción del tenebroso, diamela, pero estarás muda de espanto. En la espera del que tañe mirlos en el aire, te descubrirás distinta a las demás hijas de Eva y hablarás por los desnudos.

 Soy la que flota en el río, la despojada. Polvo de la madre extraída a su niña en trance.

 La desnuda

                         dicen ellos

                                                la bestia descarriada. 
 
¿A qué tanto ropaje si en la piel se me calcina un nombre?

¿Para  qué vestir de nube, aturquesada, si de arder me estoy muriendo?
 
Busco acordes en la niebla que apacigüen mi silencio. Me abandono en el lenguaje de las barcas. Del ciprés soñado por amantes solos nace una canción de cuna para las muchachas tristes. 
 
En las ramas del almendro, madura el corazón del oboísta.

 

 IV
 

Vuelves del jardín de los quemados con una magnolia humeante en el lugar del corazón. Se escucha en tu vestido el crepitar de los gladiolos, el trágico gemido de las rosas. Oscuros tulipanes mecen tus cabellos. Ya muertos, despiden un olor a bestias devorándose. Hace tiempo te esperaba un tormento de flores. Ahora es otra la mujer que escribe el bosque, para que tú te pierdas.
 
Quería verlos frutecer en la ceniza. 
                                                Árboles despavoridos. 
                                                                 Abiertas bocas negras.

 
Quería apagar la flama enrareciendo el vuelo de los pájaros. Hacer callar al violinista.

 
Pero ya desde mi cuerpo algo agitaba sus pañuelos blancos: 
                                                                                 era la nieve.

Caía de mi boca la palabra amor muerta de frío.

 
 
 

CARTA DE LOS ARDIENTES [ella luce un collar hecho de nieve y besa al hombre suyo, amamantado por la lumbre de las copas]

Todo lo intercambiamos, devorándonos

Enrique Lihn

No se lo diremos a nadie. Jamás. Hay una ciudad detrás de la cortina, hay también un puerto. La nieve cubre ahora los tejados y las barcas. Hace cuatro noches que soñamos con serpientes: es la marea en esta galería de espejos, la prolongación del contoneo. A cierta hora, a cierta temperatura, algo en nuestros cuerpos se animala. Hemos aprendido a devorarnos sin estremecer a los que duermen. En otro país, en otra celda, a ras de suelo. Con la boca toda alcohol y desmontados, una nueva parada nupcial nos devuelve a los trabajos de la carne; cometemos, entonces, un crimen más hermoso. Bramar, decimos, languidecer. La sangre de los ciervos aún corre y nos mantiene tibios: no comprenderemos nunca el lenguaje del invierno, aun cuando la nieve, puntual en su caída, suspenda en nuestros ojos la violenta geometría de los palacios.

A cambio, ataviados con la piel de los mamíferos, acercaremos a la costa la flama prometida por la luz de las antorchas.

 
 
 

[conversación sólo mía. con eros alessi, bebiendo licores en el jardín inexacto]

Que dos veces se ha interpuesto esta triste realidad y otras tantas he corrido en tu mágica y misteriosa casa, el oriente, y las dos veces he vuelto a abrazarte con todo el amor que tú me enseñaste a tener.

E. A

Que todo esto es ilegible: mi inclinación natural es hacia la derrota. Que lo que se agita en mi cuerpo es una centaura blanca nacida de yegua negra. Que son demasiados trenes. Que hablo una lengua que no conozco. Que conservo tu brújula, sus agujas celestes. Que a nadie conmueve mi desesperación. Que son muchos días del mismo alcohol y la sangre sigue oscura. Que he pasado muchas horas escondida en un teatro. Que un hombre desnudando marionetas me ha visto morir cientos de veces. Música, música. Que el shamisen te encuentre aullando. Que sólo somos figuras humanas y estoy cansada: wakaotoko, kenbishi, komei, okusan, danshichi, fukeoyama. Que tus movimientos no supieron protegerme de la enfermedad. Que sigue temblando. Para siempre Tokio para siempre. Que en mi cuerpo es el octavo día del décimo mes. Dolorosamente en mi cuerpo para siempre y Tokio sigue temblando. Que hay un peregrinaje de árboles hacia la destrucción. Que me lleno la boca con flores de cerezo y otras criaturas en llamas. Que la intoxicada, Eros, escupe palabras muertas por incendio por envenenamiento por puñetazos. Que estás muerto, Eros, que en esta carta nadie me escucha y está anocheciendo. Que la noche es una vergüenza un don algo prohibido. Que esta vez hay un desierto llamándome. Que el peligro no es volar sino soñarte. Que en Medio Oriente A. me espera, que extiende para mí sus vasos de agua. Que 36 grados y yo con mi vestido negro de recién nacida. Yo domesticada. Arrastrando mi collar de ágatas negras. Que así es el abandono y su monstruosa flor erguida.

 
 
 

[el principio de los cuadernos del frío]
 
Digo: La nieve no se apiada de la sed de las magnolias. Mientras, en el huerto, las mujeres que pasean con mi rostro tararean un tango en la memoria. El aire apenas puede con la soledad de los naranjos. Es la hora de los pájaros. La llegada del primer amanecer. ¿Recuerdas? Es azul (se hizo en nuestros ojos para siempre azul). La casa que hemos construido guarda los metales del sueño, se abrillanta con la paz de los relámpagos. Ahora llueve en la Ciudad Sin Nombre y en mi cuerpo, otra vez, se tañen gravemente las campanas.

 
 
 

[ave muda]

 
I

el corazón del náufrago lo sabe
lo presiente:
hay una campana bajo el mar
que espera ser tañida por las manos del ahogado

 

II

este puerto que se incendia
a golpe de guitarra y amapolas
baña con su luz marina
los retratos de mi infancia
en las barcas de nocturnos pescadores
la bahía se desordena
niños de ojos inundados
cantan en silencio
para sus hermanas ebrias
ellas danzan en el muelle
con melancolía de estatuas
ceden su blancura a las gaviotas
y el aroma de sus cuerpos
humedece la madera

: es de noche en el verano de mi infancia
alguien canta una canción de cuna
y el ardor de la bahía se desordena

 

III

isla de pájaros:
caja musical donde la bailarina se desnuda
y tiende el corazón sobre las rocas
lavada por la sal y el viento
ella olvida lo que sabe del silencio
de la sed de su garganta
emigra para siempre un ave muda

 
 
 

[de la naturaleza de las cosas que están sin terminar]
 
un paisaje dispuesto a irrumpir en el discurso
para decir: hay una batalla elemental entre la u y la u de este idioma blanco
para decir: hay una región salvaje en la memoria de la enferma
alucina, tiene visiones
no
está cubierta de vida luminosa
está cubierta
hace preguntas sobre la nieve
sobre imperios desaparecidos
sobre aquello que separa al hombre del relámpago

es la hora en que las ciudades se rompen

en ese cuerpo
el daño fundamental está hecho
al ojo la ceguera le vino por deslumbramiento

pobre criatura invisible
tú, la manchada de frío, la del cáncer en el sitio del lenguaje
huyes de la claridad
y no sabes por qué

 
 
 

Daniela Camacho (México, 1980).  Poeta y traductora. Es ingeniera industrial y de sistemas por el ITESM y licenciada en lengua y literaturas hispánicas por la UNAM. Publicó los poemarios En la punta de la lengua(Tintanueva Ediciones, 2007), Plegarias para insomnes (Editorial Praxis, 2008 y Fondo Editorial Fundarte, Venezuela, 2010), [imperia] (Fundación Editorial El Perro y la Rana, Venezuela, 2013) y el libro de palíndromosAire sería (Editorial Praxis, 2008); así como el libro-objeto Pasaporte ((c)acto, 2012), en edición trilingüe, junto a Natalia Litvinova y Beatriz Paz, y la plaquette islísima (Los poetas del cinco Editora, Chile, 2013). Es fundadora y miembro del consejo editorial y de redacción de la revista El Puro Cuento. Sus poemas, ensayos y traducciones han sido publicados en medios impresos y digitales de México y el extranjero. Durante casi cuatro años residió en Tokio, Japón. Actualmente, vive en Lausana, Suiza.

http://habitaciondelaheroina.wordpress.com



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