Revista Latinoemerica de Poesía

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83. Carlos J. Aldazábal



 

Publicamos una selección de Carlos J. Aldazábal (Salta, Argentina, 1974). Su poesía ha sido reconocida con numerosos premios, incluida en diversas antologías, y traducida al portugués, inglés, árabe e italiano. Los poemas pertenecen al libro Piedra al pecho (Valparaíso, España, 2013)

 

 

 


TIGRE

Felino sí.
Probablemente puma o simple gato:
la madera tallada no transmite verdades
y a un tigre de madera no se le ven dibujos.

Faltaría un pintor, alguien que con minucia
le decore el hocico, las patas, los costados,
para que la madera forme al tigre,
espejismo de rayas, pura voluntad de artesanía.

Luego sí, vendrá algún domador hecho de plomo:
acercará la silla, y al oído del tigre
escupirá verdades hasta formar la jaula.
Con un poco de alambre cubierto de algodones
construirá un gran aro para que el tigre salte
y el fuego lo consuma, como consume el fuego la madera.

¿Y si el tigre le ruge? ¿y si el tigre no salta?
¿si la silla se rompe y el domador tropieza?
¿y si el fuego perdona los colores del tigre
y se encarga del plomo y lo convierte en río,
y el tigre va y se baña, como hacen los tigres
que no son de madera, y se queda sin jaula?

¿Entonces se sabrán los dibujos del tigre?

¿O será por el agua, su devenir, sus ríos,
          que Heráclito hablará de las certezas?

 

 

 


ESO QUE FUIMOS, QUE SEREMOS

Empiezo por los ravioles:
entonces se hacían los pactos de familia,
los acertijos de mortero
que luego sazonarían las salsas.

La pimienta significaba un estornudo,
y estornudar una plataforma de lanzamiento.

Pero no hace falta llegar a la estratósfera
para saber cuándo empieza otra esperanza,
parecida al ayer pero en futuro.

Es que evoco de nuevo esa molienda,
aquel acto de fe, aquel almuerzo,
cuando los pactos cruzaban Orinocos
                                                         ríos de salsa.

Pronto volverás, abuela,
a preparar los ravioles,
moliendo el mismo trigo
                                         en el mortero.

Ahí estaré, carne de tus huesos,
cayendo en tobogán al precipicio
donde estarán tus manos para arroparme:

harina entre tus dedos,
satisfecho y feliz de ser servido
en la mesa final donde todo es memoria.

 

 

 

 

EPITAFIO

¿Cómo resucita el carnaval después de la cuaresma?
¿Cómo se sostiene el alma en equilibrio?
¿Cómo se sacude los embates del miedo?

Contrapunto al tango:
miren el cartel que señala la ruta,
el camino al embrión, a lo oscuro, lo frío,
                                                a la misma placenta.

Otra vez a remar, ya sin corriente,
sin ningún empujón hacia la orilla,
puras manos perversas empujando hacia abajo.

¿Cuándo resucita el carnaval?

Fuimos felices en la casa del sueño,
todos reunidos nos pensamos posibles
y las horas pasaban tranquilas, complacientes.

Fuimos valientes en el sol de la siesta,
bajo un resplandor sutil, esperanzado,
que no tardó en opacarse.

Entonces fue la noche,
la certeza de un dios impiadoso
cumpliendo su venganza:

las sombras se agigantaron;

por el cielo, un jinete del apocalipsis
ataba un cadáver a su carro triunfal.

Todos lloramos, abrazados y frágiles,
                                            en nuestro velatorio,
y al llegar al entierro ya no sentimos nada.

Así escribimos nuestro epitafio:

estamos esperando
el momento del átomo,
la revancha final,
el gran desquite.

 

 

 


GUACAMAYO

Tu máscara está pintada como un guacamayo:
eso te hace hablar más de la cuenta, y ese murmullo,
atrapado en la máscara, suele ser encantador.

A veces tu máscara alucina en la noche
como una balada irresistible entonada por hadas.
Otras veces, la presión del rojo la lleva a irradiar
un aire de vergüenza: es cuando yo acepto taparme la cara
con una bolsita de cartón, de ojos pintados y boca sonriente,
ideal para andar por una avenida transitada
                                                               sin ser percibido.

Sé que querés, pero yo no me atrevo a prestarte un espejo.
La ilusión es tan buena que aterra lo real,
como bien lo señala el verde de tu máscara.

Lo único que podría alterar tu escondite
es que tu máscara deje de ser máscara
para ser guacamayo. Y ahí te quiero ver:

vos sin máscara con una bolsita de cartón tapándote la cara,
paseando por la avenida con un guacamayo al hombro:
un aterrador efecto de realidad.

Pero por ahora tu guacamayo sigue siendo máscara
y te protege, incluso cuando caminás con ojos enamorados
y todas las bolsitas de cartón de la avenida
                                                            se dan vuelta para señalarte.

Esto es cosa sabida:

no basta un arco iris para tapar las nubes
ni una bolsita de cartón para morir
                                      con la sonrisa en la boca.

Por ahora tu guacamayo es tu máscara,
                                                      y basta esa certeza.

 

 

 

 

KANDINSKY

La cuestión aquí es la despedida:
un pañuelito que se agita despacio
y una acequia por las mejillas.

Toda despedida es un pequeño luto,
como el negro de tu falda
o aquella tarde de domingo a la luz de la lluvia.

Algo de nostalgia también hay:
no por el pasado, sino por el futuro,
camino perdido entre malezas,
profecía que nunca ha de cumplirse.

Luego está la canción,
sea grillo, vals o chacarera,
candombe, acordeón o pajarito:

ruido impertinente que suena en el cerebro
sin que nadie lo llame,
justo cuando el pañuelo se agita
y las acequias desbordan
la lluvia, tu falda y el domingo.

La canción:

línea de fuga a lo Kandinsky
que pretende elaborar sus teorías
trazando una espiral:

punto en expansión por donde escapa el tiempo.

 

 

 

 

VENDAVAL

La prudencia se pierde con la lluvia.

Ni siquiera un paraguas me cubría
y no existió el amor por esas horas.

Fue pura cerrazón lo que dio el cielo,
pura lánguida voz, puro estoicismo,
pura razón sin crítica ni agarre.

Hubo un alero gris, pero no quise.

También se vio un zaguán,
pero tampoco entramos.
En esa distracción quedó perdida.

Ya las gotas no daban con su forma,
ya su canción de ahogada me aturdía,
ya sus velos de musa me obligaban a oscuro,
y el puro tiritar no nos fue suficiente.

La prudencia se pierde con la lluvia.

¿De qué sirven lamentos que no salvan?

Si no regresa el sol continuará extraviada,
y extraviados los dos seremos polvo,
partículas de polvo disfrazadas de agua,
gotas de un vendaval que no termina.

 

 

 


ESCUCHANDO A LOU REED

La canción de las cenizas
desgarra el aire con sus lamentos:
prédica de lo que será, de lo que fuimos.

Afino la sintonía
y la cortina que disimula la nitidez
se desvanece para sacarnos una foto:
vos con tu manía de lo verdadero,
yo con la imaginación de una vejez perfecta.

Cuando la canción de las cenizas se calle
todo volverá a su anestesia,
ilusión de eternidad, espejismo de lo durable.

Pero la canción de las cenizas volverá a sonar
                                        para acunarnos.

Confundidos en sus notas,
esparcidos en un mar a cuya orilla
arderá la hoguera de unos huesos
                                     parecidos a nosotros.

 

 

 

 

LO QUE ALIVIA EL RENCOR

Sólo que la muerte no era la muerte:
era una hinchazón abultada en el cuello
que a cada bocanada decantaba en esquirla.
No había aire sino espesura con forma de polvo,
un labio apretado por el rencor y el tiempo.

El que no aparecía en este relato
era el sublime momento de la palabra justa,
el instante preciso de la redención,
donde la esquirla rebota
y el odio se diluye en la limpidez del cielo.

No aparecía, y la vejez venía apabullando,
y la mirada se oscurecía por el polvo
y el rencor no cejaba en su estridencia.

Hasta que brotó el río.

No era palabra sino agua,
un poco enturbiada por el barro, eso sí,
pero lo suficientemente cristalina
para lavar lo rojo.

Y la muerte seguía sin ser muerte,
pero tampoco esquirla,
ni hinchazón abultada por lo triste.

Era fluir, trepar por la corriente,
llegar a la desembocadura del origen
para dormir tranquilo, apaciguado,
listo para volver, para nacer de nuevo.

 

 

 

 

PASAPORTE

No sería esta carta el único motivo:
los coleópteros vuelan hasta donde pueden
y si la noche cae en emboscada
no es indignidad entregarse en sus brazos.

Hablo de una carta como excusa,
lo que justifica el sello del fracaso,
una pregunta por la irrealidad de las fronteras.

Hoy que las cartas sólo son pasaportes
rememoro el momento de la firma,
cuando alguien creía en las pisadas,
en los tramos difíciles convertidos en polvo.

Y el polvo era de arena movediza
y las pisadas débiles gateos
y la firma un arrebato de temblor.

En el zaguán que adorna la frontera
hay plomo que mira desde los uniformes,
para que acepte la suerte que me toca.
Y esta carta que tengo no me sirve:

hace mucho que porta mi cadáver,
coleóptero pueril que se ha perdido
sin llegar a su flor, a su alimento

 

 

  


Carlos J. Aldazábal (Salta, Argentina, 1974). Publicó los poemarios La soberbia del monje (1996), Por qué queremos ser Quevedo (1999), Nadie enduela su voz como plegaria (2003), El caserío (2007), El banco está cerrado (2010), Piedra al pecho (2013), Las visitas de siempre (2014) y Camerata carioca (2017). Su poesía ha sido reconocida con numerosos premios, incluida en diversas antologías, y traducida al portugués, inglés, árabe e italiano.

 

 

 



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