Revista Latinoemerica de Poesía

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Christian Zurita Estrella y Edison Navarro, ganadores del Premio Nacional Paralelo Cero 2018 de Ecuador



 

Christian Zurita Estrella y Edison Navarro, ganadores del Premio Nacional Paralelo Cero 2018 de Ecuador

 

Por quinto año consecutivo, el Encuentro Internacional Paralelo Cero y la Editorial ecuatoriana El Ángel Editor convocaron al concurso Nacional de Poesía Paralelo Cero. En está ocasión el jurado decidió otorgar el premio a dos libros por considerarse un empate: Perros de niebla de Edison Navarro y La memoria de Argos de Christian Zurita Estrella.

El Jurado del Premio, conformado por tres poetas de reconocida trayectoria en el mundo de las letras hispanas: Javier Bozalongo de España, Andrea Cote de Colombia y Carlos Aldazábal de Argentina; luego de haber realizado una atenta y detallada lectura de los 61 libros inéditos presentados a concurso, escogió 16 libros como semifinalistas. Más tarde redujeron el grupo a 8 libros, de los cuales se desprendieron los dos ganadores.

A decir del jurado sobre los libros ganadores:

Perros de niebla es un poemario de profundo lirismo, construido en poemas precisos y vibrantes, capaces de conmover e inquietar, en una dosis justa de imágenes y anécdotas. Un libro de rigurosa y necesaria poesía.

La memoria de Argos está compuesto por poemas de aliento sostenido, que hablan de un buen manejo de la tradición de la poesía latinoamericana, donde se advierte trabajo y riesgo, asombro y realidad. Una seria apuesta de compromiso poético.

Publicamos una selección de los dos poemarios ganadores:

 

 

 

 

 

Edison Navarro (Cotacachi – Ecuador, 1983) Es comunicador social. Ha realizado estudios en preparación actoral en la Casa Malayerba. Textos suyos aparecen en revistas, antologías y selecciones poéticas dentro y fuera del país. Ha publicado DES-HABITADO; Jaguar Editorial 2012, UMBILIKAL, Casa de la Cultura Ecuatoriana Núcleo de Imbabura: Colección de poesía “José Ignacio Burbano”. 2011. Premio nacional Poesía en Paralelo Cero 2018

 


PERRO QUE HUYE

I.
Había que darse un motivo:
justificar la cuerda con la que tracé la distancia de la luz,
sudar por la herida roca por roca la casa gris del suburbio,
imaginar que alguien comía por nuestra boca la fe que faltaba
mientras nosotros NO comíamos, amor.

Había que escapar sin despertar a los perros,
                                           evitar que vaya tras de ti la jauría,
pero la inutilidad de mi carne es inherente a mi condición humana,
desperté al enemigo que me habita
y otra vez soy animal que odia el silencio.
Pertenezco a esa raza maldita de la ira, que llora de impotencia.

Irse no es fácil
se es animal derretido en la arena
o piedra que tropieza y levanta.
No hay elección
es terrible tanto amor porque igual será el odio.

Tenía tres años mi infancia cuando aprendí a escapar,
encontré un techo en la herida que mató a mi abuelo
ahí chorreó mi ADN, mi mapa genético, mi árbol genealógico,
a borbotones escapé antes de la rabia de mis ancestros
sobre el mármol.

No es excusa, me fui porque soy un niño enfermo,
irse no es fácil,
se necesita algo de valor para pararse frente al reloj,
llorar cuando amanece.

Había que inventar un motivo:
No estoy sano amor, le temo a la ceniza en mis pulmones,
a la manía que tiene la gente con el cariño,
entonces comprendí que mi incapacidad para estar
nace tras los árboles, en la sombra que escapa
a la hora precisa y con miedo,
cuando es tarde para anclarse a la raíz,
abordar un transatlántico
y perderse enfermo en la orilla.

 

 

 

 

V.
Que ridículo un perro persiguiendo su cola,
quien me mira
no entiende la bifurcación expandida de mi atajo,
una pierna en el pasado,
la otra enferma y en el aire,
punto de partida
para el hocico del tiempo
que muerde un fin inexistente.

Tres vueltas persiguiendo la misma luz
y es un giro tras otro,
nada se detiene en el rio marrón del que beberán las espigas
de mi cuerpo repetido en el futuro.

 

 

 

 


DISPARO EN LA NIEBLA

I
La virtud del caos ascendiendo desde el suelo
es la nada blanquecina de un niño que mira caer el cuerpo de su padre entre la bruma,
canto cegador del silencio con el que le habla a la muerte.

¿Qué habría sido del niño sin ver la bala?
¿qué habría sido de la bala sin existir la historia?

La niebla es el cuerpo cayendo de la nada hacia la nada planificada en soledad
para repetir una y otra vez que la tristeza no es venganza,
que al amanecer con otro sol
seguiremos siendo semejantes a un hueso sin médula.

Un cuerpo cae y es el padre trazando el camino por el que acudirá su infancia
a desarmar todas las posibilidades del amor.

¿Qué habría sido del niño si la bala era de viento?
¿Habría volado la comenta tan a ras del suelo?

Es blanquecino el silencio penetrado por el ladrido de los perros:
una mujer llora
un niño mira el cuerpo de su padre caer
un hombre ríe perturbado
un cuerpo cae,
la niebla invade el espacio
tañe el eco brumoso de una bala ladrando en la sien de un hombre.

La infancia es silencio infinito
y al niño lo llevamos dentro.

 

 

 

 

****

Cristian Zurita Estrella (Quito, 1993) Es comunicador social para el desarrollo. Gestor de proyectos, locutor radial y relacionista público, fue reportero en la Revista Utopía. Formó parte del grupo de poesía El tornillo. Ha publicado el libro: Siempre fue la lluvia (El Ángel Editor, Col. Opera Prima, 2017). Voluntario en el COVI (Centro Opción de Vida), imparte talleres de oratoria y poesía en la comunidad quichua-hablante de San Diego. Premio Nacional Poesía en Paralelo Cero 2018

 

 

 

LA MUERTA

La muerta llegó en el sofisma del derrotado
en un claro lleno de apariencias sometidas
desde la reminiscencia de la culpa
a través del tranvía sin raíles y caminos.
Llegó, sin mucho sentido: peligrosa,
sin colores, a dibujarme un agujero en el sol.

La muerta,
escasa de yugos y monumentos,
es siempre porvenir en la memoria
e incisiva verdad.
Su constante esqueleto toma forma en los reflejos.

La muerta, inmutable me mira
dentro de la mazmorra del apocamiento,
en un silencio tan intramuros, tan mío.
Me mira sin espíritu
me observa sin contornos
me canta sin saliva
me extiende sus brazos como largas vecindades
donde el sol es poco menos que amarillo.

La muerta me espera
herida
lastimera
incorruptible.
Me espera chillona
la muerta adolescencia.

Pudiera comerme el mundo en números rojos
bailar con las estelas guerreras de la edad
nadar desnudo en el impulso.
Sin embargo, no. La muerta, muerta está.

La escribo, la elijo
                                       y la muerta… me perdona.

 

 

 

 

PARAÍSO PARA IZA

II

María:
Limonada necesaria
-sin edulcorantejuro
que tengo tu insurgencia
en la sangre,
juro
que salvaste
al poeta que me habita,
lo sacaste del desierto
lograste que exprima limones con fuerza propia,
le diste de beber
de vestir
de sanar
le diste sed glotona
el viento y lo que queda…

 

 

 

 

PRIORIDADES

He visto llorar a los cerdos
bañándose con la tierra.

Cada quien escucha desde su filtro
el diálogo de los pájaros,
entonces cada cierto tiempo
las hormigas se llevan las palabras,

las dejan
                       en el letargo de la tortuga,
las inyectan
                       en el conejo y en su lascivia,
a su suerte las abandonan
con el plancton.

Agarra al conejo el zorro.
Lo mata
porque es zorro.

Traga el plancton la ballena
y se revuelca
porque es ballena.

Con paso de epitafio la tortuga
sabiamente se derrota,
me distingue con honor
en el tiempo elástico de su mirada
y me sonríe
porque es tortuga.

                    Sin embargo
                    he visto llorar a los cerdos.

 

 

 

 

PRIMICIA

Me dijeron que entonabas un violín,
entonces supe:

La Plaza Grande se hizo galáctica,
brindaron en tu nombre
todo el repertorio
las inquietantes aves
que Lorca enviudó.

Se arrugaron naranjas y azaleas
en la voz de Eduardo Aute.
Crecieron escaleras a los robles
y un samurái desmerecido firmó
en su corteza el edicto del olvido.

Arrasé de un añil la ultravioleta,
de un bemol la garganta
y de beso mayor
el (re)verso de tu boca.

Pero la Judas reminiscencia pernocta:
un jadeo resbala la lágrima juguetona,
el clavijero ajusta el negro nailon de tus medias
y caminas sobre el diapasón
con tu paso de dama
al arco que apuntó la fricción
y entonas
el violín
-como me lo confesaron, lo imagino-:
                                                                                  Las notas madres
                                                                                  abandonaron a sus hijas.

 

 



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