Revista Latinoemerica de Poesía

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"País Cátaro" por Pablo Montoya



La Raíz Invertida se complace en publicar el poema “País Cátaro” del escritor colombiano Pablo Montoya (Barrancabermeja, 1963) Este poema forma parte del libro inédito Hombre en ruinas.

Un agradecimiento a Fredy Yezzed y al mismo Pablo Montoya por brindarnos la oportunidad de ser los primeros lectores de este bello trabajo.

 

 

 

PAÍS CÁTARO

 

1

Carcas y el sonido de la campana. El rostro femenino que le dio nombre a este diseño de fortificaciones. Una ciudad sobreviviente a pesar de la brutalidad. Cómo no llorar ante sus torres. Palidecer de vergüenza en las almenas sin nadie. Depositar una flor o una hoja, menoscabadas por la estación de las lluvias, sobre alguna de las estatuas decrépitas. Por ejemplo este hombre sin faz que hace una señal de esperanza en el vacío. O el cordero cuya cruz es una espada fragmentada que penetra su lomo. O el ave que abre el pico y no tiene la espiga y es como si aullara a lo largo de los años. Cómo hacer que mis pasos sean el homenaje y también la protesta.

 

 

 

2

Trencavel espera. Afuera la algarabía de los caballeros que deciden. Los pasos de los vigilantes. Una lanza y un escudo. La cruz roja como distintivo.

Trencavel ha defendido la tierra de sus ancestros. Un linaje enraizado en Galia y en Roma. Mezclado con los visigodos y los francos. Su espada luchó contra los sarracenos y ahora lo hace contra los franceses. Esa plaga del norte que lo quiere despojar de sus pertenencias bajo la excusa de un dios que, en el fondo, es también el suyo.

Trencavel cree que no es justo morir a su edad. Es joven y le da rabia saber que lo traicionaron. En vez de la gloria de una batalla en donde muriesen él y otros miles, ha decidido salvar a la gente que buscó el amparo en Carcasona. Y esta derrota lo confunde.

Pero es verdad que también ha peleado. Su deseo de vencer al ejército de los cruzados ha sido sórdido. Recorrió entonces los alrededores de la ciudadela. Ordenó arrasar los molinos de viento. Dijo que incendiaran todo sembradío y muchos animales fueron sacrificados.

Pero a Trencavel lo engañaron. Un fantasma, alguien que dijo ser de su familia, una sombra cuyo nombre nunca reconoció, le aconsejó que se entregara. El caballo y su jinete fueron vistos por los bandos enfrentados. El conde se entregó buscando una falsa salvación para los suyos. Fue fácil separarlo de su familia. Después lo arrojaron a la mazmorra.

Trencavel tiene hambre. Están encadenadas sus manos blancas. El pelo es un pegote mísero. En el pecho se juntan los ronquidos con una tos que lo marchita irreversiblemente. Cómo me recordarán después, se pregunta. Quizás sea un mártir inútil de Occitania. Quizás un santo sin ningún cielo

Pero sus oídos están intactos. Y cree oír la lluvia y su caída. A lo largo de las paredes sigue su impronta. Quiere alcanzarla y tocarla. Agua, dice, querida agua mía, antes de cerrar los ojos. 

 

 

 

 

3

Entre tantas torres imponentes, esta pequeña columna, como una aparición repentina, que separa dos vacíos. Uno en donde yace el afuera siempre inquietante. El otro desde el cual espero tu llegada. ¿Vendrás a nuestra cita? ¿Vestida con una túnica capaz de detener o apresurar el viento? Desde aquí observo la Montaña Negra. Nos gustaba verla. Distante y transparente. Recuerdas que desde lo alto, tomados de la mano, escuchando el trajín de Carcasona, nos sentíamos unidos en el ensueño que otorga la visión de toda lejanía. Durante un tiempo estuviste varias veces aquí, mientras yo peleaba, en las atalayas, contra los hombres de Monfort. Ahora, abandonado en el porvenir, de nuevo frente a esta columna, espero vanamente tu llegada.         

 

 

 

 

4

Mujer con niño en sus brazos. Ternura plasmada en la piedra. El paso de las horas la ha estropeado. Levedad del traje que cubre la piel y la vuelve perenne en su dureza. La miro más a ella que al niño. Porque él es una remembranza de lo que yo fui. Me detengo en el pliegue de sus labios, en la corta extensión de los ojos. El peso de una esperanza sosteniendo el arrasamiento ineludible de las cosas. Amo esta pausa ficticia. Creo en la sonrisa del amor. Pese al abismo voraz que nos circunda.

 

 

 

 

5

Subimos y bajamos escalas. La fatiga no forma parte de nuestro itinerario. Al contrario, la perplejidad es un escudo en que el corazón se acoge sin tropiezo. La piedra muerde los pies y caminamos con sigilo. Pero cómo no enfrentar estas sendas y preferir su relieve punzante a la superficie de la hierba. Porque en vez de recostarnos sobre ella, y degustar del firmamento que se despeja arriba, deambulamos a lo largo de las palestras. No vacilamos en otear la distancia, como si fuéramos antiguos vigilantes, desde las troneras de las arqueras. Aunque nada vemos distinto a una calma estremecida por el aleteo de pájaros grises y silenciosos. En ocasiones, miramos por las ventanas más altas y un vértigo nos irriga la sangre con delicia. Entonces a este repentino mareo lo sucede un horizonte de medianas barbacanas. Una de ellas nos recibe como una habitación cuya profundidad está marcada por el perfil rotundo de la luz. Nuestra condición de espectro la reconocemos al recorrer las últimas murallas. A lo lejos contemplamos la espesura de los bosques como si fuese el cabello de una criatura aún no soñada. Aquí, a un paso de nuestras sombras, el agua del río suena intermitentemente. Y es el temblor de los cuerpos, por fin extenuados, lo que finalmente nos favorece. Salimos de Carcasona entendiendo que la única ansia es estar atrapado en estos recintos. Por un momento no sabemos si la salvación es la mejor suerte. O si el sacrificio es lo que seguimos añorando.

 

 

 

 

6

He llegado a Beziers. A su aire de nubes altas y casas mudas. Toco lo que ha quedado del ayer. El eco tumultuoso de una jornada en la que el fuego devastó a  crédulos irreverentes. Atravieso el puente de los arcos. Y, reflejado en el agua, más allá del círculo que se trama en la superficie, veo el rostro de la estupefacción. Escalo hasta la gran torre y desde allí miro las arboledas del Orb.  Mientras ofrezco mi rostro para que el viento lo sacuda, la sangre exaltada por el resplandor verde del entorno, diviso la horda. Hambrienta más allá del río. Sus tiendas y los caballos y el humo de las marmitas y la exhalación de los guerreros. Aguzo mi oído más íntimo y se tensan todos mis nervios para escuchar la orden. Aunque sé que no me urge tanta cautela. Porque esas palabras flotan hasta en la memoria de las hojas y en el fluido de los pedruzcos. Entonces lo veo. En el punto más álgido de la luz de julio. Arnald Amalaricus. Su rostro blanco sesgado por la herida de los célibes. La figura larga como una guadaña. Mis ojos se encuentran con los suyos. Pero, clausurados por la convicción del demente y los barrotes del tiempo, no pueden verme como yo a él. Un sonido de cruces golpeadas entre sí rodean sus palabras. Maténlos a todos que Dios sabrá reconocerlos. Cuando empiezan los gritos, la muerte bailando su acostumbrado hábito de posesa, doy la vuelta. Tomo aire y enfrento este precario presente. Mi cuerpo tiembla pero está altivo. Y mis ojos persiguen otra sombra. Alguien ha cruzado la plaza. Tararea una música que le transmiten los audífonos. Poco antes me había mirado y sonreído. 

 

 

 

 

7

Y esta mujer que emerge de entre un fondo de flores grises. Ella misma grisácea en su pétrea esbeltez. Las trenzas cayendo sobre sus hombros y dejando en mi iris la certidumbre de la delicadeza. La nariz arrancada como si los siglos fueran una fiera sedienta de lo bello. Los labios siguen trazando, empero, el gesto de una felicidad recóndita. Su mano sostiene algo que yo supongo es un libro. Una sacerdotiza portando el estandarte de la elegida. Joven y arcaica como una oración dicha en la hora más avanzada de la noche. La perfección depositada en un cuerpo capaz de transmitir el privilegio del bien. ¿Qué pasaría si la otra mano se configurara de nuevo y se dirigiera hacia mí? ¿Tendría fuerzas para desdeñar su rumbo?

 

 

 

 

8

Volver a las piedras en Montségur. Mirando las montañas nevadas. El hielo deshaciéndose en las faldas cubiertas por el verdor de la primavera. Como un beso en las mejillas es el viento y el cielo está radiante como si hubiera sido modelado por una mano bondadosa. Volver a las piedras en Montségur. Amontonadas o dispersas en sus muros carcomidos. Abajo las fisuras sembradas de árboles secos. Los mercenarios que esperan alcanzar la victoria. Y en el aire las rústicas palabras de Occitania. Las conversaciones en las noches más frías. La dualidad del cosmos. Dios y el alma y el mal y la carne. La sucesión de las reencarnaciones en medio de una tierra que es engaño y castigo y también rampa a un más allá liberador. Volver a las piedras en Montségur. Y sentir, ante su roce, que todo es una continua preparación para la muerte. Los gritos de alarma se han desparramado ya por las moradas. Solo unos días para abjurar de la herejía o entregarse a la hoguera. Ellas están levantadas y esperan que la decisión se tome. Una larga resistencia llega a su fin. Y no hay dignidad más grande, ni consuelo más vasto, que no claudicar. Arrebata la idea de morir en estas alturas. Llenarse el cuerpo del viento que sacude al mundo. Lanzarse al abismo del tiempo. Y flotar en él como un ardiente puñado de cenizas.

 

Pablo Montoya

Carcasona, abril de 2015   

 

 

 

Pablo Montoya(Barrancabermeja, 1963) Premio Rómulo Gallegos 2015 por su novela Tríptico de la infamia. Profesor de literatura de la Universidad de Antioquia. Ha publicado los libros de cuentos Cuentos de Niquía (Vericuetos, París 1996), La sinfónica y otros cuentos musicales (El propio bolsillo, Medellín, 1997), Habitantes (Índigo, París1999), Razia (Eafit, Medellín, 2001) Réquiem por un fantasma (Hombre Nuevo Editores, Medellín, 2006) y El beso de la noche (Panamericana, Bogotá, 2010); los libros de prosas poéticas Viajeros (Universidad de Antioquia, Medellín, 2007) y Sólo una luz de agua; Francisco de Asís y Giotto (Tragaluz Editores, Medellín, 2009); los libros de ensayos Música de pájaros (Universidad de Antioquia, Medellín, 2005) y Novela histórica en Colombia 1988-2008: entre la pompa y el fracaso (Universidad de Antioquia, Medellín, 2009) y las novelas La sed del ojo (Eafit, Medellín, 2004) y Lejos de Roma (Alfaguara, Bogotá, 2008). Ha participado en diferentes antologías de cuentos y poesía colombiana y latinoamericana. Sus traducciones de escritores franceses y africanos y sus ensayos sobre música, literatura y pintura han sido publicados en diferentes revistas y periódicos de América Latina y Europa.

 



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