Revista Latinoemerica de Poesía

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65. Fernando Valverde



 

Mario Meléndez nos presenta una selección del poeta español Fernando Valverde (Granada, 1980). Con su libro, Los ojos del pelícano, obtuvo el Premio Emilio Alarcos del Principado de Asturias. Entre sus libros de poemas destacan Viento favorable, Madrugadas o Razones para huir de una ciudad con frío.

 

 

 


CON LOS OJOS ABIERTOS CAMINAS POR LA MUERTE

Para Alí Calderón,
que me acompañó a la última quebrada

En la última quebrada de los Andes,
donde la cordillera se hace piedras
que llenan los caminos
y caen como nevadas,
donde pastan el hambre y la pobreza
y en las gasolineras
hay una calma muda que se apoya en el aire.

Alguien se llama Ernesto,
alguien dice tu nombre en el mercado,
o en caminos de tierra que atraviesan los niños
que comen los insectos,
que se beben la sangre de los niños
y dejan en las puertas la marca de la altura
y unos viejos zapatos
sobre el tendido eléctrico
y unos viejos zapatos en los pies del que cruza
el último desierto de los Andes,
un valle en el dolor,
las piedras rotas que caen como tormentas
sobre esta soledad de cuerpos apagados
que lleva siempre hasta los hospitales.
Dicen que eres un muerto de los que nunca mueren,
que tus ojos mirando hacia el vacío
se han clavado en el techo del Hospital de Malta
que hoy ocupan el dengue y la tuberculosis,
que pastan en la hierba
como animales pobres y delgados
que beben en los charcos
o se tragan el plástico de los contenedores.

Como la tierra de los cementerios,
nada puede callarte,
con los ojos abiertos caminas por la muerte,
alguien repite Ernesto,
ya se marcha la lluvia hacia otro lado,
alguien siente las piernas
pesadas como el plomo
y acaba en una cama del Hospital de Malta,
una tarde de junio,
ya ha terminado octubre,
van a matar a un hombre,
no cruzan los pasillos con su paso de fieras,
no se escucha la huella de las botas
como en aquella tarde
de mil novecientos sesenta y siete
que fue la tierra para los cementerios
y los ojos abiertos la esperaron
en la lavandería
al otro lado de las cordilleras.

Ahora siente un dolor de sangre en los tendones,
ha pasado la fiebre,
ha cruzado la muerte hacia otra cama,
se ha instalado en el gas que llega a la cocina
o ha puesto ya sus huevos en las pinzas
o sobre la destreza en los quirófanos.

Sucede así en el valle,
con lógica de hambre y la costumbre
de ver caer las piedras.

En las últimas horas de esta tarde de junio,
el muchacho que tiene
la sangre coagulada en las rodillas
se atropella en la hierba,
no hay ruido de helicópteros,
sólo dos extranjeros entran al hospital
pero hay en sus gargantas una rabia durmiente
que no altera el silencio
de la lavandería.

Ellos van a volver a Santa Cruz,
pero el joven que arrastra
la pierna y las rodillas
ha nacido en el Valle,
y ha visto que la muerte cruzaba el hospital
y hasta la calle Sucre
y la ha visto escondida en una madriguera de culebras
o en el agua estancada.

Él sabe que a la muerte no se entra
con los ojos abiertos,
tal vez porque sospecha
que no hay nada que ver,
alguien le dijo un día
que la ceguera es blanca,
será la oscuridad de cualquier modo
y no hay nada que ver,
y los ojos abiertos perdidos al vacío
siguen clavados en el techo
de la lavandería
mirando a algún lugar,
señalando un camino o sosteniendo
alguna dirección,
allí donde se rompen cordilleras
y las piedras se clavan en los ojos
y destrozan los huesos de los campesinos,
allí fuiste a morir,
a la ceguera blanca,
traiciones que recorren las calles como cables,
alguien te llama Ernesto en el mercado
o en las gasolineras,
un joven atraviesa la hierba en una silla,
ahora dice tu nombre
como quien busca alivio en medio del dolor,
allí fuiste a morir
con los ojos abiertos.

 

 

 


IZET SARAJLIĆ CRUZA UNA PUERTA QUE CONDUCE AL DOLOR


Vlado sale a buscar su bala cada tarde.

Cuando sus fuerzas fallan,
deshace su camino para volver a casa,
si es que existe la casa o siquiera un camino.

En Ilidža un estanque es un embudo,
la corriente que lleva a Sarajevo,
que atraviesa los túneles,
rodea el aeropuerto,
y un sonido de aviones dibuja otro país,
también una frontera
que separa el invierno de la lluvia.

Izet Sarajlić mira la forma en que la lluvia
es una puerta abierta hacia el dolor,
el recuerdo de un nombre o de un jardín,
una ventana al este que un día fue una casa.

Vlado regresa de su caminata,
muy pocos lo saludan,
su tristeza se ha vuelto contagiosa
y nadie tiene ya palabras para él,
tan poco lo separa de los muertos
que ni él mismo se habla.

El rastro de un misil corta el silencio,
y tampoco era el suyo.

Mientras, en las colinas,
los francotiradores
van a ser la destreza de la muerte,
un silbido que rompa los cristales,
un balcón al vacío.

Izet Sarajlić mira su reloj,
no hay respuesta a la espera,
después sigue la línea del tranvía,
el número catorce,
sube hasta el cementerio del león,
en la calle la gente regresa del mercado
y corre con sus bolsas cuando se acerca el cruce
más silencioso y sordo.

Izet Sarajlić mira hacia ambos lados
y su paso incesante es ya necesidad
de volver al amor
mientras su rostro absorbe la impaciencia
del frío en los zapatos.

Él sabe que está muerto,
nadie conoce aquello que le hace sufrir.

 

 

 


BABEL

A Jorge Galán

El eclipse de luna que alumbra la ceguera,
el cáncer que es el musgo devorando el futuro,
el amor que descubre los balcones
y salta hacia el vacío,
el llanto que es principio y que escala en los cuerpos
igual que las burbujas revelan los pantanos.

Toda la muchedumbre,
con su débil memoria sujetada
como ruina durmiente,
sucede al mismo tiempo.

En los huesos del bosque,
en la hondura del fango o en la ciénaga
donde las ranas brillan como ortigas,
crecen los esqueletos sobre animales muertos
que riegan las raíces y son enfermedad,
desfiles de silencio que ahogan los tambores.

Ya ha llegado a su sangre,
el corazón del bosque se envenena
bajo la piel del mono,
la infección es del aire y avanza por el agua,
es pasto en la basura y en los charcos de amianto
que ahora lamen las vacas en Jaipur.

Seiscientos mil pulmones serán aire podrido
en las calles de Delhi,
después serán el fuego y la ceniza,
ascuas sobre los ríos,
restos de carne y muerte que camina hacia el mar
en busca de otras bocas.

Todo sucede al mismo tiempo.

Ella se ha despedido,
su paso es el desorden,
un alfiler templado que atraviesa el asombro
igual que un nadador es un huésped del agua.

La mujer de las horas detenidas
se desploma en el suelo del lavabo.
Los recuerdos se apagan,
son luces que se intuyen en la costa,
farolas encendidas
que dibujan la línea del naufragio.
El cofre de cartón que los guardaba
se vuelve un laberinto,
los trajes entallados se confunden
con zapatillas viejas
y los rostros son puertas de salida,
escaleras que llenan los borrachos,
aceras subterráneas,
curvas que son paredes.
Toda la angustia elige el mismo tiempo.
El diluvio que llena de barro los colchones,
la desembocadura,
su agonía de oro que acaba en los tumultos.
Todo ya es parte de la misma herida.
La noche con sus bordes,
los viajeros que cargan el peso de la luna,
el paisaje nocturno y el relámpago,
la tormenta y el duelo,
los amantes que sienten en los labios
un sabor parecido
al último minuto de sol sobre la hierba.
Todo sucede al mismo tiempo,
y se adentra en la niebla,
y se detiene.

 

 

 


LA JOVEN DE SCARBOROUGH

(Ana Brontë, 1820-1849)

Ana mira el desierto,
una tormenta espesa de nieve sobre el mar,
piensa en su tos, en la sangre que escupe
que pertenece a ella como el hambre o la fiebre.

Sus pulmones se extinguen,
es 1849
y ha llegado hasta Scarborough
huyendo de la muerte.

Va a respirar el mar,
el verde de las algas que agoniza en la arena.
Siente el agua y la espuma
y un sudor que le sube hasta la boca
como si fuera aceite.

Se asoma a la ventana,
inhala las agujas que le quedan al sol
y el olor de la tarde le recuerda al pescado
pero también al paso de los días.

El blanco de su cuerpo en el abismo
es amor y es deseo,
el vuelo de los pájaros
y también su caída.
Alguien la ve pasar,
atraviesa el invierno más de un siglo después,
delgada como niebla,
viento detrás de las cortinas
o una mano de hielo que dibuja un cristal
de párpados cerrados.

La alegría hecha escombros.

Ahora está maldita,
se cierran las ventanas a su paso,
se marchitan las flores y el mundo es un desierto,
una tormenta espesa que sube hasta la boca.

 

 

 


CELIA

Nacida hoy.

No conoces la lluvia ni los árboles,
pero ya eres un bosque.

Hoy que comienza el mundo para ti,
que se pueblan tus ojos con el mar,
que todos te reciben como en una estación
donde se espera siempre,
que es principio y asombro,
mapas que no aseguran un lugar donde ir.

Hoy que el mundo comienza,
tristeza inadvertida,
eres el tiempo limpio,
el olor a madera y el silencio,
las preguntas sin sombras
y el amor sin orgullo del que ha perdido todo.

Es esa mi certeza,
las olas, el océano,
tu risa que es un pájaro.

Has traído el murmullo de un recuerdo,
los pies pequeños, como pequeño
es el rastro de nieve que has dejado
en las horas de enero.

Cómo será la vida cuando crezca en tus manos
con la fragilidad de las buenas noticias,
como un pez que se escurre para volver al río.

Una tarde cualquiera,
con la misma sorpresa que un amor,
vas a sentir la brisa que ha tocado los árboles
con su cansancio antiguo.

Hay veces que es rugosa y escuece como un fósforo
cuando enciende un recuerdo…

Tus manos brillan,
no hay sombras ni puñales,
puedo ver los cometas
arañando la noche
como un barco que zarpa y se adentra en la niebla.

La vida es una casa donde habita un extraño,
un jardín del pasado al que no volverás,
una orilla que buscas con miedo a los fantasmas.

Pero también la vida
es una luz detrás de una ventana
cuando la oscuridad
ocupa cada hueco y cada continente.

Esta noche es oscura,
el tren busca unos brazos
que están al otro lado de las horas.

Mientras, pienso en el modo de decirte
que los sueños son parte de nosotros
como un embarcadero es un viaje.

Porque ya eres un bosque,
y hay delfines, y lagos, y montañas,
y amores imposibles
que se llamarán Celia.

Alguien dice tu nombre en el futuro
y se llena de gente una casa vacía,
todos se sientan a la mesa.

Ya lo habrás olvidado,
fue la felicidad quien sembró este dolor,
fue la felicidad igual que una tormenta
sobre un vaso vacío.

Cuando lleguen el miedo y la desesperanza,
y todas las cerezas hayan caído al barro,
y las gaviotas griten
el olvido imposible de una mujer herida
que siente que avanzar es quedarse más sola…

Si todo esto sucede
recuerda la manera en que la lluvia
se convierte en un árbol
y el modo en que las olas
son el final del agua y el principio del mar.

No conoces el mar, ni el barro, ni los árboles,
pero ya eres un bosque por el que pasa un río.

 

 

 


UN CAMINO HACIA TI

Igual que los cobardes cuando huyen
van construyendo un rastro,
yo he dejado un camino que conduce hasta ti.

Ahora estás al final
de esos bosques que brotan
de forma inesperada
en el último instante de un adiós,
detrás de cada verso que intenta sostener
el agua en el vacío.

El invierno ha borrado el horizonte,
la nieve que fue el brillo de tus ojos
ha convertido en barro mis certezas.

Dónde correr ahora,
agotado y exhausto,
este dolor de sombras
se pregunta el lugar en el que crecen
los árboles que eligen los ahorcados,
los estanques de la oportunidad.

Cobarde caminante que prefiere
la ciudad de las horas detenidas,
la sombra de los sauces
y el orden de los cuerpos conocidos.

He dejado un camino que conduce hasta ti,
he dejado un camino.

 

 

 

 

EL JUGADOR

Nos jugamos la vida a cara o cruz.

Sé que no va a gustarte,
pero no hemos logrado responder
por qué vale la pena,
qué significa todo,
dónde espera la nada
que está menos presente
pero en todas las cosas.

No vayas a quejarte,
por esta oscuridad han pasado tus dedos
palpando las paredes.

Ya tienes la moneda entre las manos
y no será el azar quien la deslice
ni la suerte su impulso.

Hoy sujetas los días que vendrán
y los lanzas
y flota
la tristeza en el aire
girando con el vértigo
de lo que pudo ser
otra vida contigo.

 

 

 


LA DEBILIDAD DE LA LUZ

Es la debilidad que hay en la luz
un principio del fuego.

¿Dónde comienza el fuego?
No el que abrasa nervioso los arbustos,
ni el que riega los campos de ceniza,
me refiero a un incendio que sucede en las sombras
y habita en el futuro desde el llanto.
Para reconocerlo
basta sentir el miedo atroz
que no deja dormir
tras un presentimiento del vacío.

Todo le pertenece,
incluso la nostalgia que llega del pasado
y parece escapar del dominio del tiempo
es carne de su asfixia como serán los ojos
que fueron el amor
y también la esperanza
y toda la piedad
y el canto que espantaba los diluvios
porque el cielo escuchaba.

Nunca dejé de hacerlo,
vinieron esas sombras con tu nombre en sus bocas
y te busqué en las llamas
porque fuiste el incendio
y por eso quemé una casa y las noches
se llenaron de lobos
que no van a morderme
porque saben que van a desaparecer conmigo.

Este enjambre de luces son las sombras
evitando una noche aún mayor
y no tengo ya fuerzas
ni las ganas de entrar en un atardecer.

 

 

 

 

LOS RECUERDOS BORRADOS

Al final de la noche,
lejana como infancia o amor desprevenido,
se avista una ciudad.

Brillan sus luces, parpadean,
son faros de otro tiempo,
rostros que no recuerdas pero son familiares,
los brazos fríos,
tu desesperación.

Ahora busco en ellos,
aparece un colegio de monjas junto a un río
y se pueblan tus labios de nombres e intuiciones.
También de un uniforme
y de algún privilegio
que pasó por tu vida como lo hace un extraño.

He aprendido a mirar tu juventud
desde la lejanía,
caminas con un paso muy distinto al de ahora,
eres otra mujer
y tus pasos son largos aunque caigas de nuevo
mientras la vida avanza como madera vieja,
febril artesanía y pintura en las manos,
paciencia de derrota acostumbrada,
y el miedo a la desgracia de tres hijos,
tres veces el abismo.

Conoces un camino que termina en nosotros,
defiendo la verdad de tu intuición,
los jarrones antiguos se llenan de monedas
y objetos inservibles,
pasan por tu memoria como espejos idénticos
el uno frente al otro.

Me duele imaginar la realidad
porque extiendo tu mano por las cosas
y hay un tacto cansado que celebra la vida.

 

 

 


POSTAL DE INVIERNO

Está sola en el mundo y es febrero,
le duelen los pulgares,
se toca la nariz para medir el frío.

Puede ver su reflejo sobre el lago,
los peces melancólicos son ya lunas de octubre
que dibujan sus pasos sobre el hielo.

Allí están los poemas,
en el fondo del lago,
justo un paso detrás de la palabra nunca.

 

 

Fernando Valverde (Granada, 1980) ha publicado varios libros de poemas entre los que destacan Viento favorable (Colección Juan Ramón Jiménez, 2000) Razones para huir de una ciudad con frío (Visor, 2003) y Los ojos del pelícano (Visor, 2010). En 2005 obtuvo el premio Federico García Lorca y en 2010 el prestigioso Emilio Alarcos del Principado de Asturias.
Es uno de los creadores de la antología viva Poesía ante la incertidumbre (Visor, 2011) publicada en siete países por diferentes sellos editoriales.
Doctor en Filología Hispánica, licenciado en Filología Románica y apunto de licenciarse en Antropología, trabaja como periodista del diario EL PAÍS y dirige el Festival Internacional de Poesía de Granada (España). Además, es colaborador habitual de importantes revistas como La estafeta del viento o Cuadernos Hispanoamericanos.
Como periodista, ha realizado reportajes en países como Nicaragua, Palestina, Bosnia Herzegovina, Siria, Israel o Montenegro.

 

 



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