Revista Latinoemerica de Poesía

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40. Hernán Lavín Cerda



 

Mario Meléndez nos comparte una significativa selección de poemas pertenecientes al escritor chileno Hernán Lavín Cerda (1939, Santiago de Chile). Pertenece a la generación del 60 que también se conoce como la generación violentada, disgregada o del exilio. Reside en México a partir de octubre de 1973. En 1970 obtuvo el Premio Vicente Huidobro por su texto La crujidera de la viuda.

 

 

 

EL ATAÚD DE MI MADRE

Aún busco dentro de mí el ataúd de mi madre
                            para abrirlo en un soplo:
me levanto y lo busco más allá de aquellas tumbas
donde no vive nadie, ni un solitario cuerpo.

Nuevamente me levanto y lo busco
por encima y por debajo del mundo
de los vivos y de los muertos.

Nunca dejaré de buscar el ataúd de mi madre,
                             aun cuando sé que al abrirlo
se convertirá en polvo, fluvialmente se convertirá en polvo.

Aún es rojo el perfume del cedro antiguo,
aquel cedro con el que fabricaron el ataúd de mi madre.

Ahora me levanto y escucho aquella música
que sube desde el fondo del viejo ataúd:
la música es como de violines tocados por ángeles
                             muy antiguos, y esa música
se queda en el aire que todavía envuelve al mundo.

 

 


LA COMEDIA DEL CADÁVER

Sobre la cama no hay nadie:
debajo de mi cama hay un cadáver.

De pronto me subo a ella
y sin embargo no hay nadie.

Mi cuerpo emite señales:
alguien se revuelca sobre la cama
y sin embargo no hay nadie.

De pronto hay una explosión
y debajo de mi cama hay un cadáver
que tiembla y también emite señales.

Desde mi cama veo cómo se estremece
y sin embargo no hay nadie.

De pronto emito radiaciones
y me revuelco sobre la espuma.

De pronto me subo a ella
por encima o por debajo de la cama.

Todo es sumamente gracioso
y sin embargo no hay nadie.

 

 

EL PRIMER ACTO

Podemos decir, sin temor a equivocarnos,
que Dios cometió un crimen casi perfecto
al inventar este juguete cómico, tal vez cómico
y reconocido en todo el universo
bajo el nombre de planeta tierra
con sus parásitos, sus arcángeles, sus musarañas,
sus satélites artificiales, sus insectos,
sus medusas y la estela en el viaje de sus nebulosas.

Podríamos decir, entonces, que el primer acto
de humor voluntario, más o menos fallido
y tal vez involuntario,
fue la creación de la tierra
en un impulso dionisiaco
de muy dudosa reputación en esta atmósfera
donde ni siquiera los dioses más inteligentes
conservan desde el origen una conducta irreprochable.

 

 


SOBRE UNA CAMA ORTOPÉDICA

Algunos dicen que Nonata Pedroso nació en Pernambuco,
y ella jura que tuvo relaciones
con el espíritu de Nuestro Señor Jesucristo
sobre el abismo de luz de una cama ortopédica.

--Eres la puritana mística-- me dijo Él
con una voz tan suave
como el roce de las alas de un colibrí
por encima de mi pecho tan joven y lleno de leche.
Eres la puritana más láctea de todo el Universo,
me dijo después de sonreír como una criatura de luz,
aquella criatura de mirada perdida
a la que acaban de rozar, más allá del crepúsculo,
con alas de colibrí que tiemblan como la cama ortopédica.

--¿Yo la puritana mística?-- dijo Nonata entre sollozos.
¿Yo la ortopedia del puritanismo, la puritana más láctea?
Aunque ustedes no lo crean, juro que tuve relaciones
con el espíritu de Nuestro Señor Jesucristo
sobre el bramadero de luz de una cama ortopédica.

Él me decía no puedo más, éste es el fin.
Yo le dije no te arrepientas, casi todo perdura.
Él me decía no puedes más, ¿por qué te has vuelto heroica?
Yo le dije lo que tú digas, pero no te arrepientas.

Él me besó tres veces, dijo no te apresures, éste es el fin.
Yo le mordí sus labios, tres veces, toda la luz del mundo
en la trinidad de sus labios, pero no tuve el valor
para decirle tu boca es mía, sólo mía.

 

 

CANCIÓN DE LA SEÑORITA

No es fea la señorita que aparece de perfil, no muy lejos
de la luz casi imperceptible de aquella luna,
y repentinamente de espaldas: no es fea,
ni muy poco, apareciendo, ni muy mucho, desapareciendo,
aunque no deja de ser una esclava de su nariz aún más curva
y más larga que el espíritu de Amedeo Modigliani:
no es fea la señorita con su boca de animal
tardígrado y muy grande, aún más grande
que el alma curva y traviesa de su larguísima nariz.

No es fea con sus ojos de perra asiática, muy amarilla
en los párpados, más bien ictérica, y con las pestañas
aún más curvas y más lentas que la curvatura de la bóveda celeste:
no es fea la señorita de las orejas como alambiques,
las rodillas agudas, esquivas, en forma de espirales,
y los pies aún más torcidos que el veneno de algunas víboras.

Por muy fea que pueda llegar a ser, no es fea, ni muy
mucho, apareciendo, ni muy poco, desapareciendo, no es tan fea
la señorita de frente o de perfil, en cuyos ojos hay aún más ternura
que en los ojos equívocos del oso hormiguero,
ese mamífero con voracidad de hormigas, aquel impulso
del carnicero y mamífero que nunca dejará de multiplicarse
como las hormigas, desde la época del Antiguo Testamento.

No es fea la señorita que aparece de perfil, no muy lejos
de la luz casi imperceptible de aquella luna,
y suspicazmente de espaldas: no es fea,
ni muy poco ni muy mucho, aunque no deja de ser
aún más torcida y más larga
que la lengua de algunas víboras.

 

 

ULTRATUMBA

Después de tantos años, sólo crees
en la democracia de la vida de ultratumba
donde se supone que no existirá, tumbas adentro,
la explotación del hombre por el hombre.

Pasan los años, después de tantos, y la muerta
se subirá al cadáver de su muerto:
emplumada se sube, amorosa o suspicaz, culebreando,
y lo besa en los labios, ya sin miedo, lo besa con júbilo
y de pronto le muerde la lengua, ven a mí, se la muerde
hasta la consumación de los siglos.

--Qué falso es todo, amor mío --solloza la muerta y sonríe
después de quitarse lentamente las medias--:
qué falso, no te abandones, nunca
te dejes morir, no me abandones, qué falso
y hermoso es todo esto.

--Qué final, Dios mío, qué final --suspira el cadáver bajo la lluvia
y va respirando con la inocencia de un mamífero
que recién ha descubierto el amor, aquel amor de siempre,
en la democracia de la vida de ultratumba
donde se supone que no existirá, tumbas adentro,
la explotación del muerto por el muerto.

 

 

EL ATAÚD AMARILLO

Yo, el ataúd amarillo, estoy muy triste
porque se me murió, dicen
que se me está muriendo el cadáver
y no puedo, dicen, ya no puedo, dicen
que no podré enterrarlo en lo más profundo de mi vientre.

No hay espacio, cómo me duelen los huesos,
no hay ni habrá espacio:
quisiéramos dormir, no es algo fácil,
vente a dormir junto a mis huesos, es mejor
que te subas ahora mismo, vente a dormir con mis huesos,
y al fin me voy durmiendo poco a poco.

Sueño que aún estoy muy triste
porque no sé a quién corresponde
el cadáver, este pobre cadáver que recién se nos ha muerto
y no sabría cómo resucitarlo en lo más profundo de mi vientre:
no hay espacio, el cadáver sonríe, tiembla, sonríe,
se agita en su larga muerte sin caber en mí, no hay espacio.

Entonces yo, el ataúd amarillo,
trato de escaparme lejos de la ciudad
y termino en aquel rincón de un velatorio público
donde aún me observan dos mujeres de edad indefinida.
Una de ellas dice después de un silencio
que parece inagotable:

--Dios mío, este pobre y melancólico ataúd,
como don Juan Rulfo, no tiene dónde caerse muerto
y le fallan las rodillas, que en paz descanse, le fallan
y le seguirán fallando los huesos de la memoria
y el abismo de las rodillas.
¿No crees que debiéramos morder su lengua
para ver si permanece mudo, si al fin se levanta
o reacciona con asombro y algo de locura,
enviándonos al infierno?

--Claro que sí --responde la otra mujer y muerde al ataúd
en una de las últimas articulaciones
de su cadáver que no tiene dónde resucitar
o más bien caerse muerto.
Amarillo en su espíritu, el ataúd se estremece
y es capaz de emocionarse hasta las lágrimas:
“Esperé a tenerlo todo”, dice y suspira
sin saber muy bien lo que dice: “Nos llegaban rumores”.

De pronto salgo del sueño y no estoy muy triste, por fortuna,
pues ya no me importa saber a quién pertenece
el cadáver que se acaba de morir de a de veras,
ese pobre cadáver que recién se nos ha muerto
y no hay espacio, la resurrección es amarilla,
nunca hay espacio, no hay ni habrá espacio
para sepultar al moribundo en esta tierra de nadie,
junto a los huesos de Juan Rulfo que todavía nos alumbran
más allá de San Juan Luvina, de olvido en olvido.

 

 

CADA UNO SE DESPIDE

Cada uno se despide del mundo como puede:
adiós una vez más, queridos
pájaros del mar, del envidiable sueño
                                    y de la tierra:

supongamos que gorriones
y pelícanos, luciérnagas, mariposas
                                   o tortugas con sus huevos
del color de la primavera en el hemisferio austral.

Así ha de ser nuestra despedida en esta noche
donde sólo escucharemos el canto
o más bien las lamentaciones de los grillos
                                   como muchachas que se confunden
o gatos recién acostumbrados
a la evolución de su propia sabiduría.

Supongamos que me despido de tus labios
                                   que descubrí en 1957,
cuando tú eras casi una niña, mejor dicho un ángel
de ojos inciertos como los de aquel caballo
que todavía nos mira con algo de estupor
                                   y de tristeza
desde la profundidad del bosque lleno de nogales.

Cada uno se despide, ahora o nunca,
                                   de la otra sombra
que algún día pudimos haber sido
con sus vicios y virtudes, su amor por la lluvia
o su debilidad por la música del cielo
                                   cuyas estrellas desaparecen
sin ánimo de perjudicar a nadie
como conejos enloquecidos por la linterna del cazador.

Así ha de ser nuestra despedida, paso a paso:
adiós una vez más, entre robles de altura
muy profunda, nubes de color ámbar, cedros,
araucarias, avellanos y ardillas
                                   que se ríen de nosotros
como la abuela Odilia desde su tumba de juguete:

supongamos que alguien cantará en el abismo de esta noche
donde las luciérnagas me dicen
                                    que ya no eres una niña
y los pájaros vuelan en sentido contrario a la memoria
cuando uno se despide del mundo como puede:

me siento muy feliz, muchas gracias, eso era todo,
adiós una vez más, queridos
                                    pájaros del mar, del sueño indomable,
más indomable que la tierra donde algún día nacimos,
tan hermosa, el aire sólo habla del aire, y tan benigna.

 

 

Hernán Lavín Cerda nació en 1939 en Santiago de Chile. Es licenciado por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, en 1965, dentro del área de Comunicaciones. Fue redactor y columnista de varios periódicos y revistas de Chile durante la década del 60 y principios del 70. En 1970 obtuvo el Premio Vicente Huidobro por su texto de narrativa La crujidera de la viuda, que luego publicó en México la Editorial Siglo XXI. Durante 1971 fue becario del Taller de Escritores Jóvenes dirigido por Enrique Lihn en la Universidad Católica. Pertenece a la generación del 60 que también se conoce como la generación violentada, disgregada o del exilio. Reside en México a partir de octubre de 1973. Desde 1974 es profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, dentro del área de Letras Hispánicas. De 1975 a 1979 dirigió el Taller de Poesía del Instituto Nacional de Bellas Artes, que se impartió en la Capilla Alfonsina (casa de Alfonso Reyes). A partir de 1992 es miembro de la Academia Chilena de la Lengua. Ha publicado alrededor de sesenta libros de poesía, novela, cuento y ensayo. Ha sido traducido al alemán y parcialmente al inglés e italiano. Aparece en el Diccionario de Escritores Mexicanos, tomo IV, publicado por el Instituto de Investigaciones Filológicas, Universidad Nacional Autónoma de México, en 1997. Su obra, tanto poética como narrativa, se incluye en antologías de Latinoamérica, Estados Unidos y España. 

 



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