Revista Latinoemerica de Poesía

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García Márquez: Los inicios del poeta narrador



  

 

Por Álvaro Miranda 

 

 

Cuando el joven Gabriel García Márquez, estudiante de derecho de apenas 19 años publica el martes 1 de julio de 1947 su poema “Elegía a la Marisela. Geografía celeste”, en el diario bogotano La Razón, era apenas un principiante. Es muy probable que un año después en Barranquilla, en septiembre de 1948, Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas, sus nuevos amigos de El Nacional, le hubieran dicho: “Eso que escribes es muy cachaco”.

El joven costeño, después de abandonar las montañas de su país con motivo de la violencia del 9 de abril, después de terminar su bachillerato y sus desordenados semestres de derecho en la Universidad Nacional de Bogotá, pudo llegar a “La Arenosa”,  capital del departamento del Atlántico, para leer, por recomendación del Nene Cepeda, los últimos autores estadounidenses como el sureño William Faulkner con su monólogo interior en el condado de Yoknapatawpha, el irónico de los temas sociales E.P Caldwel y la londinense captadora del fluir del tiempo, la señora Virginia Woolf. Estaba dado el entretejido entre poesía y narrativa.

García Márquez, al momento de la publicación mencionada en el diario La Razón, venía con todos los sentidos despiertos desde el calor de la orilla del mar, a la cima de una cordillera indómita y altísima, para seguir conociendo la poesía que ya había leído antes de aventurarse por el río Magdalena, e internarse en el andino municipio de Zipaquirá, donde continuó aprendiendo el ritmo sonoro de un verso nuevo de la mano de Carlos Martín, profesor y poeta del movimiento Piedra y Cielo.

 “Elegía a la Marisela. Geografía celeste” es un poema ingenuo con algunos rasgos piedracelistas que en nada deja entrever la posterior y casi inmediata maestría narrativa en el manejo de la palabra.

 

 

Elegía a la Marisela. Geografía celeste

 

No ha muerto. Ha iniciado
Un viaje atardecido,
De azul en azul claro
-de cielo en cielo- ha sido
Por la senda del sueño
Con su arcángel de lino.
A las tres de la tarde
Hallará a San Isidro
Con sus bueyes mansos
Arando el cielo límpido
Para sembrar luceros
Y estrellas de racimos.
-Señor, cuál es la senda
Para ir al Paraíso?
-Sube por la Vía Láctea,
Ruta de leche y lirio
De la menor de las Osas
Te enseñará el camino.
Cuando sean las cuatro
La Virgen con el Niño
Saldrán a ver los astros
Que en su infancia de siglos
Juegan a la Rueda-Rueda
En un bosque de trinos
Y a las seis de la tarde
El ángel de servicio
Saldrá a colgar la luna
De un clavo vespertino.
Será tarde. Si acaso
No te han guardado sitio
Dile a Gabriel Arcángel
Que te preste su nido
Que está más frondoso 
árbol de paraíso.
Murió la Marisela 
pero aún queda un lirio.

 

 

Sin embargo, el asunto poético pudo haber nacido más temprano, con aquella maestra riohachera llamada Rosita Ferguson, la misma que con el sistema Montessori, no solo en Aracataca, sino en Barranquilla y Bogotá, primero soltera y después como madre en compañía de su pequeña hija Tomasita, comenzó a llevar de la mano en la escritura con lápiz sobre cuaderno a sus pequeños estudiantes para que realizaran sus planas de círculos y palotes. Les enseñaba, con la paciencia del santo Job, lo fácil que era hacer  el número dos  si a su grafía matemática se le agregaba pico y  ojo en su parte superior, ala a su costado y cola al final.  Ella, esa maestra riohachera le enseñó al niño Gabriel García Márquez a escuchar los sonetos de los poetas del Siglo de Oro español al momento de hacer que, tanto él como los demás niños, cerraran sus ojos para  dormir la siesta.

La etapa Caribe de su “poesía” continuó después en Barranquilla cuando entró a cursar primero de bachillerato en el Colegio San José en el año de 1940. Su sensible oído ya había escuchado el canto de sirena, ese ritmo, esa melodía de aquellos hombres del verso español que casi a trompadas líricas se iban unos contra otros en señalamientos verbales sobre capacidades e incapacidades de sus oponentes.

Gabriel García Márquez hizo sus primeros versos satíricos al estilo Francisco de Quevedo para reírse  de sus compañeros de salón. La burla, la risa como parte de la vida costeña. Si algún cachaco bogotano hubiera tenido acceso a esas primeras aventuras escritas en Barranquilla, hubiera planteado en otro tono y acento, todo lo contrario a lo que le hubieran dicho sus amigos de El Nacional: “Hala Gabriel, esos poemas son muy corronchos”. La burlesca la combinó con otro ejercicio no menos difícil, imitar “Un soneto me manda a hacer Violante” que se halla dentro de la comedia poco célebre de Lope de Vega titulada La niña de plata.

Cualquiera que fuese el estilo que él buscaba, su intención se manifestaba con la guía de los poetas del Siglo de Oro y con la novedad posterior de haber conocido en persona, sobre los Andes zipaquireños la plana mayor del piedracelismo, los poetas Eduardo Carranza, Jorge Rojas y Carlos Martín.  En su doble andar, uno sobre el nivel del mar en el Colegio San José al comienzo de la cuarta década del siglo XX y sobre 2.600 metros en el ramal oriental de la cordillera colombiana, García Márquez equilibró con diferencias de tones y sones, esa sentencia que el ejercicio de la palabra ordena: Para ser un buen narrador se requiere por lo menos ser un mal poeta.

 



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