Revista Latinoemerica de Poesía

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Cada poema, una piedra que cae



Por Carolina Dávila

Algo sucede con las cosas que se arruman, con los desiertos que nunca visita el agua, ni la vida.  Algo pasa con todo lo que creemos detenido por el simple hecho de nuestra ausencia.  Tienen las cosas su particular manera de rendirse o de mostrarse,  de contar las horas mientras se derrumban, mientras caen.

La poesía comienza no con una caída, sino con una conciencia de estar cayendo.  Fue tal vez Harold Bloom refieriéndose el paraíso perdido de Milton quien dijo algo semejante.  “Soy un hombre (una mujer en este caso), tengo conciencia de mi y estoy cayendo.  Caigo como la luz: Rebelde, o como la oscuridad: en resistencia, caigo como la lluvia y en esa caída larga constato, caigo como las piedras de una antigua construcción que se derrumba. Caigo y pesa en mi y en las cosas que observo el  paso del tiempo.

La ruina que nombro, se llama este libro y surge una pregunta inevitable, la misma pregunta que se hace la autora.  Dice, Quiero saber qué es la piedra/ que tanto me conmueve./ Qué es en verdad/ la ruina que nombro/ También escribir es derrumbarse. Cada poema es entonces una piedra que cae,  no con el estrépito que le sería propio, menos con el dolor angustioso de los hombres sino como una hoja sin desesperación.

El derrumbe que se manifiesta con este libro, nos recuerda que todo lo que existe está llamado a la fragilidad, a ser destruido por el mal tiempo, por la lluvia,  por   sucesos inmediatos como la muerte que llega sin aviso, la muerte del padre sin pálpito, sin madrugada, la muerte que no deja cuerpo sino llama. Y también por sucesos menos perceptibles, el olvido, la ausencia a la que  terminan sometidas las cosas, los afectos, lo paisajes: los arboles/ quemados de cielo a media tarde. O lo que lentamente se desploma/ hastiado de durar.

Hay señales del deterioro también en la añoranza, en las palabras que se dicen y quedan en el aire, envejeciendo mientras esperan su lugar en el mundo, No hay rebeldía sin luz – dices tu – o Garúa mía si no vuelves/ ten bondad;/ no avises.  En ese no avisar siguen los acontecimientos, el destino de estar sometidos a un reloj que no tregua mientras se acumulan  las cosas en el lugar de lo sombrío y nuestras casas/ debajo de otras casas/ se hunden/ cada día/ un milímetro más.

Afinar la mirada, decía Rilke, en eso consiste el trabajo del poeta. Y en este caso la mirada se ha afinado tanto que le resulta imposible pasar por alto lo que nuestra vitalidad, nuestra conciencia de ser, nos hace olvidar tan frecuentemente. Que unido a lo que nace esta lo que muere, que la cerilla guarda en sí misma el fuego por el que será consumida.  No es poca cosa esta punzante conciencia del fin.  Y una vez se tiene no queda más que ver en cada lugar en que se posa la mirada, las pistas, los rastros antes invisibles de esa verdad irrevocable. Entonces  se empiezan a percibir las ruinas, los remiendos, el polvo, los vestidos arados del amor y todo lo que tiene de bello y de voraz el deterioro.

Y en esa conciencia  de caída, hay también algo de viaje y, por tanto de movimiento, me muevo porque existe una cosa incomunicable/ y porque he visto cuanto amas las cosas que regresan.  Y se vislumbra  la esperanza, la posibilidad, la fe que se pone en el retorno. Por que la fe de quien reconoce que no hay victoria posible configura una teogonía de la finitud, una historia en la que hombres y dioses tienen límites, entienden de la desesperación y el abandono y sólo se tienen una fe  -  también finita – los unos en los otros. 

Esta constatación de la caída es también la constatación de la soledad de dios, de su desconsuelo y su incapacidad. Nos topamos entonces con dioses de lo triste que habitan en templos donde la dureza de la roca dejó de ser símbolo de lo perenne.  O con dioses de la lluvia que ante  las plegarias de los hombres que invocando el olvido o el hastío, reciben el maleducado gesto de la tarea hecha hasta la mitad del camino. De la lluvia que moja, que inunda pero no alcanza para borrarlo o para llenarlo todo.

Y ante los dioses de la intemperie y lo deshabitado, dioses  que suscitan compasión y ante las cosas que incesantemente recuerdan que no hay más,  que todo es ruina  y que nada queda, ni siquiera el vacío de todo lo que parte,  la poesía de Andrea nos dice que si queda la palabra es para hablar de “esta huida”  y murmurar la fortaleza/ el bien/ la recompensa inalienable: lo perdido.

La palabra y lo perdido, como en los célebres versos de Celán “digas la palabra que digas, das gracias a la perdición” como si la poesía y la poeta, en esa conciencia de caída empezara a aprender varias lecciones: el desapego, el fluir de la roca que cae como hoja y la bondad de lo que ocurre ajeno a nuestro control, como si todo este derrumbe, este desierto ardiente, este paisaje, fueran un presagio de una geometría ya trazada, de una estética de lo imposible, de la ciudad de las cosas que siempre son más bellas/ cuando están a punto de acabar. 

 

CAROLINA DÁVILA. Bogotá, Colombia (1982). Abogada Feminista y Defensora de Derechos Humanos. Fundadora y editora de la Revista Cultural SOMOS – Libertad Bajo Palabra. Sus poemas han sido publicados en antologías y revistas de diferentes países de Iberoamérica. Con el libro Como las Catedrales ganó el Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Cultura de Colombia. (2010).

 



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