Revista Latinoemerica de Poesía

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20. Ungaretti y la tradición



La presencia, la actualidad de Giuseppe Ungaretti  [1]

Mario Luzi
(Traducción de Ricardo H. Herrera)

Hay un doble sentido en el título del cual soy cómplice, naturalmente. Presencia, actualidad: indicaciones genéricas, aproximaciones que se usan para satisfacer del mejor modo posible una pregunta insistente sobre el tema.

¿Presencia de Ungaretti? Ungaretti es de esa clase de muertos que no logran morir, cuyas sombras no se alargan, más bien caen totalmente: permanecen, esos muertos, cada vez más ceñidos por su vitalidad, la cual ya no es ni siquiera recuerdo: y en esto, no paradójicamente sino con plena justicia, están verdaderamente muertos, profundamente muertos.

Es en los poetas donde se perpetúa el vínculo y el contraste de mucha muerte y mucha vida: es su naturaleza y, diría, su oficio; porque no se puede escribir si no es en presencia de la muerte, de aquello que está destruido y que nosotros mismos destruimos para hacer surgir una nueva vida. Actualidad. ¿Qué actualidad? La actualidad de una poesía es un hecho difícil de determinar, difícil de calcular. No digo actualidad cósmica, sino más bien actualidad de la herencia y de la transmisión. No se mide únicamente por el número de estudios y prácticas críticas que se le dedican, por la frecuencia de las citas. Como nace de la profundidad, actúa en la profundidad: y sucede que su acción emerge a la superficie cuando más suelta es, y, precisamente, más superficial. ¿Quién puede decir quién recibe y qué recibe en este momento? Todas las fuerzas están en juego; también la poesía es una fuerza, una energía liberada…

Comprendan entonces que me aparte del tema, tengan paciencia con estos apuntes, también ellos opacos, con los cuales cumplo con mi deber sin perder de vista lo único que aspiro a respetar: y esto es que mis palabras deben ceñirse a Ungaretti.

Lo que hoy nos asombra si retomamos la obra poética de Ungaretti, quizás después de una pausa de unos años o de una década, es un dato muy simple, casi obvio, y es que en ella todo es significado, todo está evaluado; no hay en ella suspensiones del conocimiento y del juicio y ni siquiera de la expresividad aceptadas como tales, quiero decir: como característica del mundo y de su representación. Cuanto más difícil se hace la palabra, más se exalta en su misma dificultad, más tenaz es el esfuerzo por fijar y definir y comprimir lo sustancial y lo pasajero en las pinzas de lo que se afirma. La voluntad de legislar es no menos vigorosa que la de interrogar: y Ungaretti legisla con su enunciado, sin que se encuentren en él esas formas de autoridad o de sujeción que el arte dubitativo de este tiempo nos ha habituado a conocer. No se fía nada más que de lo que ha sido capturado por la frase, por el verso, por lo dicho, incluso hiperdicho, por lo escrito, incluso hiperescrito, con una voluntad tanto de dictado como de escritura que a veces rebasa la cosa, la excede. La alusión a una búsqueda no le basta, aunque se trate de una nuance, ésta debe ser alcanzada e igualada por la perfección de la palabra. También los famosos silencios del texto ungarettiano están enmarcados: la alusividad del lenguaje analógico de la cual se ha hablado tanto no excluye la arrogancia de la literalidad a ultranza, de la literalidad-monumento. Ungaretti no se confía a ninguna complicidad, no aguarda colaboraciones del exterior, o, mejor dicho, del interior de una cultura y de una sensibilidad por la cual, como les ha ocurrido a otros, se siente llevado y sostenido.

Conmueve la soledad del texto ungarettiano, así como conmueve la soledad de su mente reconcentrada en la desnuda, ascética operación de posesionarse, de escribir y circunscribir, y la soledad de su juicio sin pactos con nada ni con nadie, no reconociendo su moral nada más que el absoluto de sus fuentes de autoridad, todas definitivas, ya se trate de la Biblia, de Bossuet o de Pascal; o bien la absoluta ausencia de fuentes, como cabe pensar ante la gran libertad de Alegría de náufragos.

También en su soledad recibió, es cierto, la sugestión de los grandes amores de la época que hacían gala de atribuirle a la demiurgia del arte una final posibilidad de rescate. La sugestión, pero no la impronta. En todo caso, su problema parece ser otro; aferrarse a la página, fondear en la escritura, afirmarse, como atornillado en su frase y en su ritmo. Ungaretti no tiene el sentido de un mundo colateral y coadyuvante o pródigo en intercambios con él: la horizontalidad, por así decirlo, carece de sustancia profunda en él, aunque la haya cultivado civilmente. La voz de Ungaretti hace sentir el vacío que lo circunda: de ahí emerge. Es un vacío, un desierto que ni siquiera su nomadismo alcanza a atravesar y del cual, por una parte, se enorgullece un poco y, por otra, sufre. La página constituye la única seguridad. La meticulosa y, casi desde el principio, legendaria forja de Ungaretti me parece que tiene más que ver con esa intrepidez solitaria, con esa desesperación, antes que con la magia del artífice encerrado por elección o exclusión en la fortaleza de su sistema.

Ungaretti permanece sustancialmente humilde, esto es, comprometido con la precariedad de la existencia (aun cuando lo sabemos, por derivación pascaliana, tan poco dócil a la precariedad de lo fáctico) e impulsado a ver en ella una prueba de la cual deducir una lección, una lección que no sea la turbación tentacular que le contrapone en el plano de los sentidos y del espejismo esa otra parte suya, intermitente, con su sustrato beduino, algo que esté por lo tanto bien distante del espejismo. Humilde, hemos dicho, obediente al deber que le impone su ascenso hacia la poesía; un deber de expresión plena, no negociada o arreglada, y cuyo juicio no se compromete con ningún guiño. Naturalmente, no se le escapa a nadie que en primer plano hay un esfuerzo implacable de reducción a su estilo: sólo que su estilo no constituye un dato, sino un proyecto continuo, como sucede con los poetas que nunca han sentado cabeza. Pero detrás de ese primer plano está el mito de la calidad y de la virtud de la ejecución ligado a una idea inequívoca del deber poético, que él, en efecto, no sintió para nada disminuido por la frustración contemporánea.

Pero en la falta de ayuda y de impulso por parte de una cultura colateral a él, convergente con él, Ungaretti tiene un término fijo -fijo e inconstante- al cual nunca deja de dirigir la mirada. De algún modo la verticalidad de la relación con la tradición lo resarce de la penuria con otras relaciones, ¿o es ella la que las torna débiles e improbables? Bien vista, la soledad de Ungaretti tiene un interlocutor continuo y es, desde luego, la tradición, con todas las variantes que su sentimiento puede avivar, incluidos, provisoriamente, ciertos oropeles. Creo que sobre este punto conviene insistir más de cuanto se lo ha hecho hasta ahora siguiendo la guía de los propios escritos literarios del poeta: no se trata tan sólo de un tema fundamental para la puesta a punto de un criterio moral y estético, ni siquiera de un carril sobre el cual se desarrolla una búsqueda estilística: se trata, ni más ni menos, del móvil básico. Y aquí es absolutamente necesario traer a colación uno de esos datos, raros, en los cuales destino y emblema se conjugan en una figura bifronte perfectamente intercambiable. Intento decir que haber nacido en la diáspora, haber crecido en una pobre comunidad de emigrantes, en un lugar sin contornos precisos abierto a la promiscuidad y a la dispersión (lábiles tanto la una como la otra), justamente en el límite de un desierto que es también un abismo del tiempo, no puede dejar de generar en el joven Ungaretti un arriesgado y profundo sentido de desarraigo: un sentido ambiguo al cual él asocia un controvertido sentimiento de libertad y de deyección.

Sobre este fondo se destaca míticamente el polo opuesto del lugar propio, del atavismo, de la continuidad cultural, de la patria y de la civilización nacida en ella: todo cuanto se condensa en el concepto totémico de tradición. Conocer la propia tradición, profundizar su sentido, integrarla, no tiene para quien ha hecho suya la condición de nómade el mismo valor, admitámoslo, que tiene para quien desde adentro debe tomar conciencia de ella y, tal vez, liberarse de su peso. En Ungaretti, como todos lo sabemos, no es difícil encontrar acentos de doloroso vagabundeo, antes que la inserción en la realidad de la patria haya tenido su tiempo y lugar en los años de la guerra, mediante el bautismo de fuego y de agua, entre los ríos y los roquedales del Carso, en el naufragio de una civilización apenas reconocida. No la ignorancia sino un sustancial extrañamiento de los mecanismos de la lucha política, de los sutiles mecanismos inducidos por la política en la mente del hombre europeo, del hombre que podemos llamar histórico, arroja al hombre ungarettiano de La alegría al dolor del abandono y del castigo que, por su ausencia de relaciones, precisamente, podría decirse absoluto.

Análogamente, más tarde, dentro de la tradición, y por lo tanto sobre un fondo ya no bíblico sino neotestamentario, en versión católica y barroca, su visión de la desdicha se funde con la del pecado. La tribulación que él interpreta como remordimiento de la conciencia en partes de Sentimiento del tiempo y después, en El dolor, como drama de la experiencia y de la conciencia al mismo tiempo, es la tribulación de un hombre que es desdichado porque es culpable y, podríamos agregar, también pecador, pecador pascaliano en cuanto hombre. Dejando de lado toda interpretación mediata, el drama humano se desarrolla en forma descubierta en sus términos esenciales según ese ulterior aspecto que, después del naufragio, ha tomado la voluntad de absoluto de Ungaretti.

De esto se derivan muchas consecuencias importantes; una, no secundaria, es la que regula la relación interna con los contemporáneos y, me parece, con la posteridad; el poeta ni antes ni después se presenta como un maestro de vida, ni siquiera bajo la apariencia entonces en boga del rechazo. En todo caso, no como un maestro preservado por su ciencia -no pudiéndose, evidentemente, domesticar la vida en la acepción primordial y fatal típica de Ungaretti- sino más bien capaz de caídas, e incluso como protagonista del error. Lo cual, por incisivo, debiera tenerse en cuenta cuando se procesan sus culpas públicas: y no ciertamente para cancelarlas, sino para quitarles el veneno. La paradoja reside precisamente aquí. En efecto, la razón por la cual Ungaretti puede con todo derecho ser considerado un maestro todavía presente en la poesía italiana radica en su aparente falta de magisterio y en la humilde asunción tanto del error como del sufrimiento, de los cuales también dependen por cierto sus caídas. Ungaretti no deja, es verdad, de fabular épicamente, tampoco el maudit le es extraño, pero la sustancia no cambia: la vox clamantis in deserto es necesariamente una voz alta, gritada, vertical, que no presupone diálogo. Pero si Ungaretti no comparte razones con sus contemporáneos, está unido a ellos en la fraternidad de las penas y del error, y reconquista la ejemplaridad rechazada justamente en virtud de esta potencia de error y de aceptación.

Si el soporte de la obra de Ungaretti lo constituye la relación con la tradición -y sería mejor decir, con palabras más suyas, el sentimiento de la tradición-, ¿qué es la tradición, según Ungaretti, además de constituir, como afirmábamos, la casa donde el vagabundo ambiciona entrar aunque más no sea para calibrar el sentido de sus privaciones? Después de la expatriación y del humilde padecimiento del extrañamiento y de las elementales anagnórisis de la época de La alegría, al poeta que ha hundido -decirlo viene al caso- sus sangrantes raíces en Europa y en Italia, la tradición se le presenta como un universo por conocer y repensar desde dentro. Es verdad que no se deja llevar por la abstracción conceptual, que se abstiene de dar y de buscar definiciones, como se hacía entonces, en los tiempos del rappel à l’ordre. Todo, o casi todo, le es encomendado a sus orientaciones de hecho, de trabajo principalmente. El estudio insistente y recurrente de sus autores electivos -Petrarca, Leopardi, Mallarmé, Góngora- es la más evidente de las indicaciones posibles. Y sus repulsas, a veces netas como en el caso del surrealismo, no son menos elocuentes. Pero el todo diría poco, y podría incluso decir lo falso, si no se tuviese presente el modo en que Ungaretti lee, que es un modo absolutamente desvinculado de las ideologías vigentes, incluso en bello contraste con todas ellas. El actúa según su poética avidez de conocimiento fáctico, excavando con ardiente filología de artista, investigando los elementos materiales profundos que hacen al valor, a la memorabilidad de la obra. Desde aquí podemos penetrar mejor en la idea operante de tradición que él se hacía y rehacía constantemente.

El trabajo en concreto sobre los núcleos y la filigrana de los textos predilectos compromete simultánea y recíprocamente la invención y la reflexión, la poesía y el discurso sobre ella, la técnica y los sentimientos. Lo que Ungaretti piensa de la tradición se manifiesta así en su sentido y en su valor. ¿Cuáles son estos? Más vivido que formulado, repito, el gran tema soporta mal todo corolario, menos uno que no admite discusión: y es que la tradición, según Ungaretti, no tiene nada que ver con el reconocimiento de la autoridad de un orden coercitivo; reconoce, en cambio, todo el poder de revelación que tiene la historia de la palabra humana y la historia laboriosa de los modos en los cuales ella se ha expresado de un modo superior. Todo esto, si vamos en busca de una idea, lo es, y es incluso demasiado explícita. Demasiado para el talento de Ungaretti, talento hecho de tal manera que para él las ideas cuentan mucho menos que la relación vital que se establece con ellas. En este caso, como en otros más específicos, existiendo la idea o la tesis, nuestra atención se siente atraída por el grado de libertad con que Ungaretti la utiliza, porque precisamente por ahí pasa la línea que establece las diferencias. Cuando su libertad alcanza el punto máximo dentro de su propio sistema, logra generar la convicción, asaz apasionante, de que más allá del sentido real de las épocas, la tradición constituye en sí misma una realidad mayor que los datos que la configuran; como si fuese un universo que el hombre inventa por un acto de reciprocidad entre pasado y presente, animándose en un espacio de la memoria que viene de más lejos que la historia. Es, ¿cómo decirlo?, la invención del tiempo de los tiempos: vale decir, de su actual convergencia en un punto (hecho de intensidad) que los hace vivir a todos.

Pero Ungaretti conoce también el declive de ese punto culminante: el relajamiento, el peso de la servidumbre a los grandes testimonios y a los grandes ejemplos en los cuales la historia está cristalizada. La tradición, de musa feliz, se convierte entonces para Ungaretti en atormentado encarcelamiento, y de las contorsiones de esa cautividad sin resignación posible se dispara alguna flecha barroca.

Si tal es la tradición, si tal su relación con ella, ¿cuál es, más allá del beneficio de su gran fecundación, el verdadero favor de conocimiento y de luz que ella trae consigo? Desde este punto de vista, entre Ungaretti, el poeta del perpetuo no lugar -condición nómade que se convirtió en fatalmente simbólica de una edad sin certezas-, y el poeta que se reconoce situado en el interior de una cultura y se transforma en poeta culto porque actúa en continua correspondencia con esa cultura, con esa tradición, se inicia una partida bastante difícil, tanto más que ni uno ni otro aspecto están rígidamente cerrados en el libro que delimita ésta o aquélla etapa de la poesía ungarettiana. Ni el Ungaretti de la ansiosa deriva está íntegramente en La alegría, ni el Ungaretti reintegrado al discurso europeo e italiano está íntegramente en el Sentimiento o en El dolor.No obstante ciertas etapas solemnes diría que el nomadismo nunca cesó de encender sus fuegos de vivac; no tan sólo, es obvio, como inquietud tópica de la conocida mala conciencia del intelectual europeo de aquellos años, sino también como migración, interminable exilio, medida interna y honda de la mente poética.

El descubrimiento de la tradición literaria civil y religiosa, y el trabajo sobre las siempre insatisfactorias apropiaciones de su significado, no calman la ansiedad de Ungaretti, el cual, justamente, parece fundir sus temas dialécticos fundamentales del exilio y de la pertenencia profunda, del movimiento necesario y del deseado descanso, en un punto que no está fuera de la tradición, sino donde la tradición colinda con el mito primordial. En La tierra prometida encontramos, sobrecargados por todos los significados que la edad y la larga prueba han agregado, los mismos acentos de La alegría. Es, más bien, un único acento de conmemoración: conmemoración de un pasado no identificado, conmemoración de una felicidad no poseída que rápidos y fabulosos deslumbramientos del deseo han hecho vislumbrar como posible, conmemoración de una integridad no experimentada, de una inocencia no conocida.

Otra vez, aunque con más frío en sus articulaciones, la palabra transforma ese epicedio en una efímera himnografía del origen y de lo primordial, como en La alegría. Y, en efecto, hacia aquel pasado sin rostro está vuelta la espera. Lo que está más allá del presente, como espejismo, es obra de lo antiguo. Futuro es origen. La tierra prometida es la tierra del retorno. Este es justamente el dominio, ahora ya sin las difíciles fricciones del presente, de la memoria. La memoria de Ungaretti -espontáneamente y, también, por contribución bergsoniana- es una memoria sin objeto sobre la cual se destacan sólo dos luces, la del mito y la del deseo.

La parábola de este connubio intenso y dificultoso con la tradición nos presenta, es superfluo señalarlo, la imagen de un poeta para nada tradicional, como lo son todos los que han asimilado la tradición -quien más, quien menos críticamente- como herencia.

En efecto, asistimos a la colisión y a la contienda con un mundo en el cual el hombre tiene su parte asignada o rechazada, aceptada o repudiada. Son dos formas de participar en la confusión que Ungaretti siente convivir en sí: sumisa mansedumbre y altas lamentaciones se alternan de un extremo al otro de su obra: la furia y la locura de las pasiones contrastan con profundas pacificaciones halladas mediante la absoluta renuncia de la voluntad y del yo en la bivalente maternidad de la vida y de la muerte. Y ahora será preciso también decir que el hombre fijado en la máscara ungarettiana, sin par en esa escena total privada de bastidores históricos y de cualquier otra perspectiva, es el hombre reconocible de una situación también reconocible. Este ciudadano del tiempo ya crónico de la crisis y de la inseguridad, quemado ahora por las llamaradas de una conflagración mortífera, goza de una dignidad intemporal: se reintegra por obra de Ungaretti en una especie de eternidad. Religiosamente, Ungaretti le confiere desnudez y grandeza a la imagen del hombre desplazado de su supuesto predominio; cristianamente, Ungaretti exaspera y al mismo tiempo alivia con piedad las heridas de su protagonismo: del suyo, vale decir, del hombre del cual Ungaretti se enviste, salvando además una también muy suya providencial puericia. Ungaretti hace ascender la miseria del hombre desengañado hasta la grandeza de la visión trágica propia de la tradición, pero, simultáneamente, desmenuza su escuálida imagen, la anula en la nada del sentido y de la naturaleza, depósitos y cisternas donde la tradición ha colocado la esencia de la continuidad. En la desnuda especulación sobre el destino, Ungaretti discute a lo grande -según la medida leopardiana, aunque sin dejar de lado astucias de otras sabidurías milenarias- un problema moderno. Cuando lo que está en juego ya no es tanto el honor del hombre como su misma identidad, ofrece a la elaboración sucesiva de la poesía -arriesgadamente, humildemente- un individuo combatido y deshecho que parte en pos de su redescubrimiento.

   

  *MARIO LUZI (Florencia, 1914) Poeta italiano. Su obra, de carácter meditativo, es una de las más singulares de la poesía italiana contemporánea. Destacan La barca(1935), Honor de lo verdadero (1957), Tramas (1980),Lugares (1980) y El silencio, la voz (1984). Ha traducido a Racine, a Coleridge y a Shakespeare.

 

  1.  Tomado de Discorso naturale. Garzanti, Milán, 1984.


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